No hay tarea más ingrata para un escritor, que
brindarle un texto suyo a cualquier lector. Puede que después de horas y horas
pensando, escribiendo y corrigiendo un simple texto de apenas seis o siete
líneas, el lector avezado comente “no está mal”. O lo que es peor, que diga
“está bien” y ahí se quede todo. Horas de navegar entre sinónimos para no hacer
repetitivo un texto, buscando antónimos para decir lo mismo. Escribir como si de una circunferencia se tratara, dando la vuelta a una frase para, con
las palabras contrarias, terminar diciendo lo mismo. “Está bien”, puede decir
el lector. Ya sé que deben suponer, que las personas lectoras no son iguales
entre sí, y es bien cierto. Pero también es verdad, que con cuatro líneas, con
seis palabras que lean, ya sacan a relucir a ese crítico maligno que llevan
dentro. Por supuesto, yo no presto mis cuentos, mis relatos o mis escritos para
que nadie los lea. ¡Qué me importa a mí la opinión de nadie! Solo yo soy juez y
jurado de todo cuanto escribo. Y escribo porque es necesario para mí. No es
ninguno de esos tópicos que dicen que es para expresarme, para ahondar en mi
subconsciente que diría Freud, es necesario por la simple razón de que puedo
hacerlo. Y escribo para mí. Solo yo encadeno una letra detrás de la otra, ahora
una coma o un punto, o un espacio en blanco y solo, para mi disfrute personal.
¿No os parece injusto escribir durante meses una novela, y que luego el lector
diga que se aburre? Claro, que la lea otro lector u otra lectora, a ver si así
recibo otro veredicto distinto y que pueda ser más de mi agrado. Ese es camino
sencillo. De hecho, es el mismo camino, si lo pensamos bien. Nuevamente, un
lector va a opinar de lo que yo escriba. Sin tener en cuenta para nada ni el
trabajo, ni el tiempo que haya dedicado a plasmar con palabras (unas detrás de
las otras y bien ordenadas), aquellos sentimientos, aquellos anhelos o incluso
aquellas angustias que, me atormentan por las noches, hasta que caigo rendido y
me duermo.
Por supuesto, mis ideas y mis
construcciones retóricas se quedan solo en mi cabeza y rara vez en mis retinas,
ya que al terminar un texto y una vez que está completamente corregido y
aprobado por mí, lo imprimo y le prendo fuego con un mechero. Luego borro el
archivo y es como si nunca hubiese sucedido, queda como un texto invisible a
los ojos humanos. Pero yo, sigo recordando cada palabra, cada sílaba y cada
espacio en mi cabeza, y disfruto del gozo de la lectura de mis ocurrencias, del
trabajo bien hecho y que sin duda produce una honda satisfacción. De nuevo soy
juez y jurado, y cuando un texto me satisface lo suficiente, también verdugo.
Pero soy feliz así, disfrutando del camino que discurre por el valle de la
escritura. ¿Qué acabo de escribir? “El valle de la escritura” suena a memez, a
carencia poética; un artificio construido con la única intención de parecer lo
que no es, de aparentar justo aquello de lo que carece, que es poesía. Me
pregunto qué diría el lector aquí, si después de semejante comistrajo de
palabras, aseveraría aquello de “está bien”, y esto me reafirma en mi
convicción de que jamás nadie lea un solo texto mío. Sin embargo, esta
intimidad con las palabras, hace que me sienta amado por el texto. Cuando tengo
algo bien escrito, es como sentir un abrazo lleno de sensibilidad, y si cierro
fuertemente los ojos, es como cuando uno se enamora. Se para el tiempo y no
existe nada más. Esto no es más que una ponderación, del sentimiento de haber
escrito algo bien, algo correcto y que me da una especie de placer onanista al
leerlo. Así pues, no debería hacerle caso, o sería más correcto decir, que no
debería hacerme caso, pues todo nace y muere en mí, si soy la única persona que
lo lee.
En mi mundo literario soy
Dios, el alfa y el omega, el principio y el fin. Soy omnisciente y todo lo sé,
y lo que no sé, lo invento. Todo nace y todo muere por mi mano. No necesito
tener moralidad ni remordimiento alguno. Aquí todo está permitido. Creo a un
personaje y lo mato de mil formas inhumanas, y me río sin arrepentimiento
alguno. Genero los colores, invento las formas, y más, soy yo quien concibe los
sentimientos, aquello que piensan, lo que disfrutan, lo que sufren, soy su
Todo. Mira a ese padre en su casita de la playa, a la sombra en el jardín. Está
relajado en una hamaca con su hijo en brazos, meciendo al pequeño con cada
respiración y sintiendo una fresca brisa, suponiendo que no hay mayor felicidad
en el mundo que lo que experimenta él en ese momento, balanceándose suavemente
y respirando el aroma del mar, que apenas está a veinte metros de donde se
encuentran. No se da cuenta de que el mar se está retirando, para en breve
aparecer como un tsunami gigantesco y no tendrán posibilidad alguna de escapar.
O quién sabe, puede que cuando ambos estén al borde de la muerte, aparezca una
nave extraterrestre comandada por seres grises de grandes ojos, y que los
rescaten para llevárselos a los confines del Universo. Solo yo sé qué es lo que
va a pasar, solo yo decido qué va a pasar. Tengo su futuro y su presente en mis
manos. Su pasado solo existe si lo imagino yo. Por ahora, el mar vuelve hacia
la costa en una serie de olas de pequeña importancia. Su bebé sigue soñando y
él jamás sabrá lo cerca que ambos han estado de la muerte, solo por mi puro
capricho.
Así pues, sin obtener
el beneplácito de la academia ni del público, va a ser difícil que pueda
ganarme la vida escribiendo. Yo diría más que eso, va a ser imposible. -Utiliza
un seudónimo-, me dijo un día un colega escritor. Podría llamarme Robert Baker,
o tal vez Jill O’Bannon; son nombres pegadizos y que pueden quedar bien con
cualquier tipo de texto. Pero el hecho de ocultar quién soy no va a evitar que
cualquier lector vaya a enjuiciar aquello que lea. Da igual si le gusta o le
apasiona, le aburre o le asquea. No es la crítica en sí lo que me molesta, sino
la opinión, sea cual sea. Y van pasando los años y no precisamente en balde,
los achaques de la edad van haciendo mella en mí; primero fue la ciática y
ahora el reuma, y sigo sin dedicarme profesionalmente a la escritura. Persisto
en mi idea de no permitir a ningún lector que juzgue mi obra. Sigo imprimiendo
mis textos y continúo quemándolos sin que otros ojos que no sean los míos, vean
el resultado de mi parto intelectual.
Mientras tanto, sigo con mi trabajo
de editor. De alguna manera he de mantenerme mientras llego a mi jubilación. Va
pasando el tiempo y además de trabajando y escribiendo, paso los días, los
meses y los años, leyendo textos ajenos, viendo sus fallos, corrigiendo sus
errores. Hay días en que los ojos deberían sangrarme por lo que veo y a veces,
de lo que leo. Los lectores desconocen que incluso sus escritores preferidos,
estos que venden miles de libros llamados bestsellers, tienen faltas
ortográficas. Incluso a veces construyen mal las frases, utilizan mal la
sintaxis. Y ahí están, mostrando con pomposidad todo su ego en entrevistas de
televisión, o colaborando en radio y prensa. No, definitivamente nunca seré uno
de ellos. Aquí soy Dios, alfa y omega, principio y fin; en mi mundo gramatical,
soy escritor.
FIN
Un relato corto, basado en un escritor peculiar, puesto que solo escribe para él. Cuantas personas escriben,
y seguramente, con tantas cosas interesantes por contar, por explicar, y que,
sin embargo, nadie leerá nunca. Muchas veces, se cree que, cuando una persona
escribe, sueña con ser famosa y reconocida. En mi caso, desde luego no es así.
Solo me interesa que me lean. Si, además, publico algo, tampoco es pensando en
las ventas, sino en las historias, puesto que, al hacerlo, es un poco, como
otorgarles la vida. Pero no dejan de llamarme la atención, aquellos textos,
llenos de párrafos increíbles y magníficos, cuyas letras llenan infinidad de
cuadernos, y terminan guardados en un cajón, para, al cabo de unos años,
deshacerse de ellos depositándolos en un contenedor.
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