lunes, 3 de octubre de 2022

El barrizal (Relato)

 


Hace tiempo que llueve. Cuesta recordar cuándo fue la última vez que el Sol brilló durante largas horas, con sus cálidos rayos acariciando las copas de los árboles, dando a la tierra un aspecto de firmeza. El pueblo, como si fuese un mero espectador o convidado de piedra, mira al cielo con resignación. Sus calles, arterias que nacen en la plaza mayor van llevando el agua a todos los rincones, con el lento palpitar del paso del tiempo.  La gentes van y vienen para hacer sus quehaceres, pero no para recorrer las calles por el mero gusto de andar, de pasear y sentir una brisa fresca en el rostro. Ya en las afueras, y lejos del pavimento empedrado que rodea el corazón del pueblo, las calles son un barrizal. Aquí ya no hay gente, es imposible caminar. El lodazal impide el tránsito de personas y animales, y no deja de llover. Como si fuese la piel mustia y arrugada de un nonagenario, la ciénaga se expande hasta la entrada del pueblo. Y es justo en ese sitio exacto, donde antaño los árboles iban en formación, escoltando al camino que lleva (o aleja) del pueblo, que en ese fangal, apareció una persona marrón.

 Empezó a andar hacia el pueblo. Tenía los pies de barro, eso le permitió recorrer las calles con facilidad y no tardó en llegar al ayuntamiento. El alcalde, esférico y sonrosado, lo recibió con desconfianza, y con pocas ganas de escucharle.

-Pase usted, señor...- Y dejó la frase a medias, al observar cómo el recién llegado iba dejando huellas de barro a cada paso que daba.

-Herveo, me llamo Herveo, señor alcalde.

-Y dígame, ¿de dónde viene usted? Y, si no es indiscreción, ¿a qué ha venido usted al pueblo?

-Vengo de la montaña. Estoy aquí para decirle, que pronto naceremos. Deben marcharse de aquí-. Le dijo Herveo mirando fijamente a los ojos del intendente.

-Claro, claro. Si no le importa, señor... Herveo, estoy muy ocupado-. Y cogiendo al hombre marrón por un hombro, lo acompañó a la salida y se despidió con un “venga otro día, que hoy no tengo tiempo”.

 Herveo desapareció sin más. Incluso el alcalde llegó a pensar que, tal vez, fue un sueño o una ilusión. Pero desde ese día, nacían unas extrañas plantas marrones en el barro. El tallo era largo y estrecho, y la flor, si es que podía llamarse así, era como una estrella de cuatro puntas, puntiagudas y afiladas. Al principio nadie se preocupó por ellas, más allá de pensar que, serían malas hierbas, y de extrañarse de que algo creciera en los lodazales de las afueras. Pero ocurrió que un día, una de estas plantas brotó de la noche a la mañana, entre dos piedras de la pavimentada plaza mayor. Un funcionario del ayuntamiento la arrancó sin miramientos. A la mañana siguiente, tres plantas habían brotado en la plaza y de nuevo, el funcionario se encargó de ellas, de la misma forma. Esa noche, el alcalde se fue a dormir inquieto, y no pudo descansar. Recordó la extraña visita y tuvo un mal presentimiento. Recordó su breve encuentro y el extraño aviso de este: “Pronto naceremos”. A la mañana siguiente todo el mundo se congregó en la plaza, pero sin poder acceder a ella: estaba completamente llena de esas extrañas plantas marrones nacidas del barro, y que ahora también eran capaces de brotar entre los adoquines. No cabía un alfiler en la plaza. Eliminar las plantas no parecía una tarea fácil, y peor aún, ¿qué ocurriría después? De nuevo el alcalde pensó en la extraña petición. ¿Y qué tenía él que ver con ese asunto? 

 

Antes de que llegaran las lluvias, el pueblo vivía en una bucólica situación. Grandes arboledas lo rodeaban exceptuando algunos campos de cultivo. El bosque, en su sabiduría, parecía respetar los límites de la villa. La vida se abría camino a todas horas, y del bosque nunca dejaban de llegar los sonidos de los pájaros, del murmullo del río, y si te adentrabas en él, podías escuchar incluso el zumbido de los insectos. Todo un ecosistema en movimiento perpetuo, el círculo eterno de la vida. La gente atendía sus negocios y trabajaban al ritmo lento del devenir del tiempo. Parecía que el compás del bosque que rodeaba a la aldea, imprimiese también, la cadencia con la que las personas que lo habitaban, tuviesen que vivir. Pero no era así para todo el mundo. Había una persona en ese tiempo, que solo pensaba en desarrollar el pueblo y hablaba de progreso a todas horas, con cualquier vecino que estuviese dispuesto a escucharle. El alcalde, creía que el ritmo pausado que tenía el municipio, debía cambiar. «No sirve de nada trabajar un día para ganarte el sustento si no puedes acaparar más. Lo idóneo, es que en un futuro no tengas que trabajar, y puedas dedicarte a vivir, haciendo lo que más te plazca en todo momento», o eso pensaba él.

 Se le presentó la oportunidad cuando arribó al pueblo un rico extranjero: Woody Branches tenía por nombre, y era el dueño de una empresa maderera. «Esta es una oportunidad que el pueblo no puede ni debe perder», se dijo el alcalde. E invitó a una cerveza fresquita con unas olivas al recién llegado, y sentados al calor del sol, disfrutando del refrigerio, hablaron de lo que suelen hablar los hombres serios, o sea, de negocios.

-Pues sí, señor alcalde, creo que podemos ayudarnos mutuamente-. Le decía el extranjero.

-Dígame amigo mío, ¿qué es lo que tiene pensado para la villa? Como puede usted ver, aquí somos gente sencilla. Carecemos de las modernidades existentes en las grandes ciudades y no termino de entender, qué le podemos ofrecer.

-Oh, en realidad es bastante sencillo. Ustedes tienen algo que yo necesito: los árboles. Están rodeados de bosque y es justo lo que yo quiero, la madera. Yo mismo les proporcionaré todos los medios necesarios para su extracción y manipulación-. Y haciendo un gesto, como abarcando toda la plaza, sonriendo y mostrando un diente de oro, sentenció: Si usted está de acuerdo, hoy empezará la prosperidad en este pueblo-. Y acto seguido, se secó el sudor de la frente con un pañuelo, y dio un largo trago a su cerveza.

 El alcalde se frotó las manos pensando en el progreso del pueblo. Gracias a él, la gente iba a mejorar sus vidas. Muchos podrían dejar sus sencillos trabajos, para hacer algo mucho más rentable y mejor pagado. Así pues, con una sonrisa debajo del bigote, después de haber llegado a un acuerdo con el señor Branches, el orondo y sonrosado señor alcalde redactó un bando que decía así:

 

Se hace saber, por la presente:

 Se comunica al vecindario, que en breve vendrá a instalarse en nuestro pueblo, una empresa maderera llamada Wood&Co. Todas aquellas personas que no tengan trabajo o que quieran prosperar trabajando en el sector de la madera, acudan a apuntarse en la oficina del alcalde.  No se necesita experiencia. Es una inmejorable oportunidad que los residentes de este pueblo no pueden dejar pasar.

  Firmado: EL ALCALDE

 

Durante el día no se escuchaba otra cosa que el sonido de las sierras, y el de los árboles caer. Por la noche, el pueblo se sumía en un trance silencioso. Poco a poco, el bosque desaparecía y con ello, el pueblo se iba enriqueciendo. Qué felicidad sentía el alcalde. Se pasaba las horas haciendo planes de mejora para el municipio. Con el dinero ganado, pavimentó la plaza mayor y las calles aledañas a ella. Puso también un buen alumbrado, de hecho, el mejor alumbrado que nunca había tenido el pueblo. Tres farolas por calle y seis en la plaza mayor, hacían que la noche pudiera tornarse día, para el disfrute de sus convecinos. Aunque la verdad, es que la gente no estaba allí para divertirse o regocijarse, pues en lo único que pensaban al caer la tarde, era en el momento de poder descansar, de las arduas jornadas de trabajo. 

 El Sol seguía brillando con todo su esplendor. El cerco resultante de la tala de árboles, era más y más grande. Para ir al bosque a coger setas, o simplemente para pasear a la sombra de los robles, uno tenía que caminar cada vez más. Al principio solo eran diez minutos de marcha, lo que separaba al pueblo del bosque; luego ya fueron treinta los minutos, y finalmente cuando llegaron hasta la falda de la montaña, llevaban caminando cerca de cuatro horas. Y una vez allí, vieron que ya no había más arboleda que talar. La montaña seca y pelada se alzaba imponente frente a los trabajadores, que nunca habían pensado en algo que es inherente a la propia vida, y es que todo aquello que tiene un principio ha de tener un final. Regresaron apesadumbrados a sus casas, mientras que los capataces de la empresa empaquetaban sus cosas y se marchaban del pueblo. Esa misma noche, empezó a llover.

 

 «Todo fue por el progreso, por el bien común», se dijo el alcalde mientras contemplaba la plaza atestada por esas extrañas plantas. Con la tala masiva llegó el polvo al poblado, y con la lluvia todo se enfangó. A pesar del agua caída era imposible librarse del barro, y solo la plaza mayor y las calles aledañas lo consiguieron, gracias al empedrado, pero ahora también se antojaban impracticables. 

-Hay que quemarlas, así nos libraremos de ellas-, dijo el alcalde a sus vecinos. 

Y empezó a dar órdenes a los miembros de la brigada municipal.  Se hicieron con bidones de gasolina y empezaron a esparcirla con mucha dificultad, sufriendo cortes en sus ropas, en sus manos y piernas, por culpa de las afiladas flores. Al cabo de cuarenta minutos, dieron el trabajo por concluido. Fue el propio alcalde, quien, utilizando un mechero, prendió el fuego. Pero la lluvia hacía que las plantas estuviesen empapadas, y tan pronto como brotaron las llamas, estas se apagaron con un rumor sordo. El alcalde ciego de rabia fue hasta el cobertizo de la casa consistorial, y tomando varias azadas, las repartió entre la brigada, y se pusieron prestos a segar las plantas. Después de ser cortadas, morían marchitadas formando un charco de barro. Al cabo de un rato, la plaza mayor del pueblo volvía a estar libre de esas extrañas plantas, pero terminó convertida en un lodazal.

 Al día siguiente, ya entrada en la alborada, la lluvia se intensificó aún más. La gente del pueblo salió a mirar hacia el cielo. Sentían cierto miedo, ya que no entendían, a qué se debía este cambio en la intensidad del aguacero. El alcalde apareció en pijama a escasos metros del portal de su casa, temiendo que, al terminar con las plantas, pareciera que hubiese hecho incrementar las precipitaciones, como si uno fuese el resultado de lo otro. Se disponía a entrar de nuevo para vestirse y acudir al consistorio, cuando un leve rumor que al principio sonaba como el aleteo de una mosca se fue tornando en un chapoteo, como cuando un niño salta dentro de un charco salpicando todo a su alrededor. ¿Qué ruido era ese? Corriendo llegaba un funcionario de orden público, agitando los brazos y gritando:

-¡Están aquí! ¡Corred!

 Y cuando el alcalde se puso en su camino con intención de pedirle explicaciones, recibió un fuerte empujón que lo derribó al suelo y le hizo llenarse de barro de los pies a la cabeza. El funcionario siguió corriendo y gritando calle arriba. El alcalde, una vez se repuso del encontronazo, se limpió el rostro con la manga del pijama, y se puso a andar sin perder tiempo en dirección a la plaza mayor.

 De toda la periferia del pueblo que antaño fuera un frondoso bosque, y que a día de hoy solo era un barrizal, empezaron a nacer hombres y mujeres de barro. Pero a diferencia de Herveo, no tenían ningún rostro definido. Sus cuerpos eran masas amorfas de lodo. Se podían distinguir claramente las extremidades, los brazos y piernas de estos seres sin rostro que se acercaban al pueblo, emitiendo un sonido espantoso, húmedo y viscoso. Cientos de estos seres, ya estaban llegando a las afueras de la villa, mientras otros cientos continuaban naciendo del barro, para luego dirigirse inexorablemente hacia la población. Aun así, nadie pudo nunca imaginar, por un momento, la magnitud de la tragedia que allí iba a darse cita. Al principio la gente del pueblo se limitó a observar, no sin cierto temor, a aquellos seres hechos de tierra y agua que se les acercaban. Uno de aquellos habitantes golpeó a uno de esos hombres de barro en la cabeza, salpicando de lodo a quienes se encontraban tras ellos, pero el ser de barro no se detuvo, y abrazó al hombre hasta derribarlo y para el horror de cuantos estaban allí presenciándolo, ambos se fundieron con el barro de la calle y desaparecieron. Ahí empezó la desbandada. Hombres, mujeres y niños corrían por las calles huyendo de los seres de barro, intentando evitar ser alcanzados por estos. Pero la gente de barro tenía el pueblo completamente rodeado, y nadie tenía ninguna posibilidad de escapar de allí. Por todas partes se daban escenas dantescas, la gente sucumbía al abrazo de fango y desaparecían en un lodazal que ya imposibilitaba huir por ninguna de las avenidas. Los seres de barro empezaron entonces a entrar casa por casa para abrazar y envolver a quienes se encontraban allí, para arrastrarlos resbalando en el barro hasta la calle, donde desaparecían sin remedio, tragados por el barrizal. El alcalde, se encontraba solo, en medio de la plaza, y pronto se vio rodeado, sin posibilidad de refugio alguno, por la gente de barro.

 

Al cabo de una semana, los equipos de rescate que acudieron al lugar solamente pudieron certificar la muerte del pueblo, pues no hubo ningún superviviente. Fue tal la catástrofe, que incluso se declaró un día para conmemorar la destrucción del lugar para que nunca lo sucedido terminase en el olvido. Hubo una gran riada y eso desencadenó el horror, según cuentan algunas fuentes periodísticas. El barro anegó todo el municipio con suma facilidad, ya que no encontró, a su paso, alguna barrera natural que lo pudiese parar. La tala masiva de árboles destruyó el escudo natural del que disponía el pueblo, y los flujos de lodo y escombros arrasaron todo a su paso. Pasaron más de tres semanas cuando encontraron el cadáver del alcalde, sepultado por metro y medio de barro. Aún se apreciaba el gesto de desconcierto de su rostro, a pesar de que ya el proceso de descomposición había ganado la batalla a la conservación. Pero lo más insólito, fue que apareció agarrando con sus manos una extraña flor, en forma de estrella de cuatro puntas.

 

 

 

 

                                                            FIN


Mentiría si dijera, que este relato nace de otra cosa, que no fuese mi preocupación por el futuro. El ser humano lleva muchísimo tiempo tratando de moldear la naturaleza. Primero por necesidad, y más tarde por la simple especulación de los recursos naturales, que, por derecho, deberían pertenecernos a todos y todas por igual. Sin embargo, la realidad es bien distinta. El capitalismo salvaje nos lleva indudablemente hacia el desastre. Hemos cambiado el orden natural de la vida en el planeta. El cambio climático es ya una realidad. Grandes incendios, tormentas de mayor intensidad y frecuencia, sequías... son síntomas de que, el camino que la humanidad ha tomado hace algunos siglos, nos ha llevado a este desastre. La clase política en general, como de costumbre, se ha mostrado lenta y cobarde, a la hora de afrontar de verdad este problema.

 La ciencia ficción, ha tratado ampliamente este asunto, desde hace décadas. Ya en 1962, J. G. Ballard planteaba un futuro nada halagüeño en su novela “El mundo sumergido”, mostrando un escenario en el que la Tierra está devastada, debido al deshielo de los casquetes polares. En “Las torres del olvido” (2007), George Turner crea una ciudad abatida por las consecuencias del cambio climático. En ella, una sociedad superpoblada, donde las tres cuartas partes de la población está sin trabajo, viviendo en unos suburbios que están perdiendo terreno frente al mar, debido a las altas temperaturas y el deshielo de los polos. Otra novela que trata el cambio climático, esta vez ambientada en una futura Tailandia, es “La chica mecánica” (2009), del escritor estadounidense Paolo Bacigalupi. Aquí, además de la subida del nivel del mar, el autor nos plantea, además, el agotamiento de los combustibles fósiles. Todas estas novelas, son de lectura imprescindible. Nos muestran diversos futuros posibles, nada favorables para los seres humanos. Pero si algo nos debería hacer pensar, es que la realidad, siempre termina por superar a la ficción. 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario