Hace tiempo que llueve. Cuesta recordar cuándo fue la
última vez que el Sol brilló durante largas horas, con sus cálidos rayos
acariciando las copas de los árboles, dando a la tierra un aspecto de firmeza.
El pueblo, como si fuese un mero espectador o convidado de piedra, mira al
cielo con resignación. Sus calles, arterias que nacen en la plaza mayor van
llevando el agua a todos los rincones, con el lento palpitar del paso del
tiempo. La gentes van y vienen para hacer sus
quehaceres, pero no para recorrer las calles por el mero gusto de andar, de
pasear y sentir una brisa fresca en el rostro. Ya en las afueras, y lejos del
pavimento empedrado que rodea el corazón del pueblo, las calles son un
barrizal. Aquí ya no hay gente, es imposible caminar. El lodazal impide el
tránsito de personas y animales, y no deja de llover. Como si fuese la piel
mustia y arrugada de un nonagenario, la ciénaga se expande hasta la entrada del
pueblo. Y es justo en ese sitio exacto, donde antaño los árboles iban en
formación, escoltando al camino que lleva (o aleja) del pueblo, que en ese
fangal, apareció una persona marrón.
-Pase usted, señor...- Y dejó la frase a medias, al
observar cómo el recién llegado iba dejando huellas de barro a cada paso que
daba.
-Herveo, me llamo Herveo, señor alcalde.
-Y dígame, ¿de dónde viene usted? Y, si no es
indiscreción, ¿a qué ha venido usted al pueblo?
-Vengo de la montaña. Estoy aquí para decirle, que pronto
naceremos. Deben marcharse de aquí-. Le dijo Herveo mirando fijamente a los
ojos del intendente.
-Claro, claro. Si no le importa, señor... Herveo, estoy
muy ocupado-. Y cogiendo al hombre marrón por un hombro, lo acompañó a la
salida y se despidió con un “venga otro día, que hoy no tengo tiempo”.
Antes de que llegaran las lluvias, el pueblo vivía en una bucólica situación. Grandes arboledas lo rodeaban exceptuando algunos campos de cultivo. El bosque, en su sabiduría, parecía respetar los límites de la villa. La vida se abría camino a todas horas, y del bosque nunca dejaban de llegar los sonidos de los pájaros, del murmullo del río, y si te adentrabas en él, podías escuchar incluso el zumbido de los insectos. Todo un ecosistema en movimiento perpetuo, el círculo eterno de la vida. La gente atendía sus negocios y trabajaban al ritmo lento del devenir del tiempo. Parecía que el compás del bosque que rodeaba a la aldea, imprimiese también, la cadencia con la que las personas que lo habitaban, tuviesen que vivir. Pero no era así para todo el mundo. Había una persona en ese tiempo, que solo pensaba en desarrollar el pueblo y hablaba de progreso a todas horas, con cualquier vecino que estuviese dispuesto a escucharle. El alcalde, creía que el ritmo pausado que tenía el municipio, debía cambiar. «No sirve de nada trabajar un día para ganarte el sustento si no puedes acaparar más. Lo idóneo, es que en un futuro no tengas que trabajar, y puedas dedicarte a vivir, haciendo lo que más te plazca en todo momento», o eso pensaba él.
-Pues sí, señor alcalde, creo que podemos ayudarnos
mutuamente-. Le decía el extranjero.
-Dígame amigo mío, ¿qué es lo que tiene pensado para la
villa? Como puede usted ver, aquí somos gente sencilla. Carecemos de las
modernidades existentes en las grandes ciudades y no termino de entender, qué
le podemos ofrecer.
-Oh, en realidad es bastante sencillo. Ustedes tienen
algo que yo necesito: los árboles. Están rodeados de bosque y es justo lo que
yo quiero, la madera. Yo mismo les proporcionaré todos los medios necesarios
para su extracción y manipulación-. Y haciendo un gesto, como abarcando toda la
plaza, sonriendo y mostrando un diente de oro, sentenció: Si usted está de
acuerdo, hoy empezará la prosperidad en este pueblo-. Y acto seguido, se secó
el sudor de la frente con un pañuelo, y dio un largo trago a su cerveza.
Se hace saber, por la presente:
Durante el día no se escuchaba otra cosa que el sonido de las sierras, y el de los árboles caer. Por la noche, el pueblo se sumía en un trance silencioso. Poco a poco, el bosque desaparecía y con ello, el pueblo se iba enriqueciendo. Qué felicidad sentía el alcalde. Se pasaba las horas haciendo planes de mejora para el municipio. Con el dinero ganado, pavimentó la plaza mayor y las calles aledañas a ella. Puso también un buen alumbrado, de hecho, el mejor alumbrado que nunca había tenido el pueblo. Tres farolas por calle y seis en la plaza mayor, hacían que la noche pudiera tornarse día, para el disfrute de sus convecinos. Aunque la verdad, es que la gente no estaba allí para divertirse o regocijarse, pues en lo único que pensaban al caer la tarde, era en el momento de poder descansar, de las arduas jornadas de trabajo.
-Hay que quemarlas, así nos libraremos de ellas-, dijo el alcalde a sus vecinos.
Y empezó a dar órdenes a los miembros de la brigada municipal. Se hicieron con bidones de gasolina y empezaron a esparcirla con mucha dificultad, sufriendo cortes en sus ropas, en sus manos y piernas, por culpa de las afiladas flores. Al cabo de cuarenta minutos, dieron el trabajo por concluido. Fue el propio alcalde, quien, utilizando un mechero, prendió el fuego. Pero la lluvia hacía que las plantas estuviesen empapadas, y tan pronto como brotaron las llamas, estas se apagaron con un rumor sordo. El alcalde ciego de rabia fue hasta el cobertizo de la casa consistorial, y tomando varias azadas, las repartió entre la brigada, y se pusieron prestos a segar las plantas. Después de ser cortadas, morían marchitadas formando un charco de barro. Al cabo de un rato, la plaza mayor del pueblo volvía a estar libre de esas extrañas plantas, pero terminó convertida en un lodazal.
-¡Están aquí! ¡Corred!
Y cuando el
alcalde se puso en su camino con intención de pedirle explicaciones, recibió un
fuerte empujón que lo derribó al suelo y le hizo llenarse de barro de los pies
a la cabeza. El funcionario siguió corriendo y gritando calle arriba. El
alcalde, una vez se repuso del encontronazo, se limpió el rostro con la manga
del pijama, y se puso a andar sin perder tiempo en dirección a la plaza mayor.
Al cabo de una semana, los equipos de rescate que acudieron al lugar solamente pudieron certificar la muerte del pueblo, pues no hubo ningún superviviente. Fue tal la catástrofe, que incluso se declaró un día para conmemorar la destrucción del lugar para que nunca lo sucedido terminase en el olvido. Hubo una gran riada y eso desencadenó el horror, según cuentan algunas fuentes periodísticas. El barro anegó todo el municipio con suma facilidad, ya que no encontró, a su paso, alguna barrera natural que lo pudiese parar. La tala masiva de árboles destruyó el escudo natural del que disponía el pueblo, y los flujos de lodo y escombros arrasaron todo a su paso. Pasaron más de tres semanas cuando encontraron el cadáver del alcalde, sepultado por metro y medio de barro. Aún se apreciaba el gesto de desconcierto de su rostro, a pesar de que ya el proceso de descomposición había ganado la batalla a la conservación. Pero lo más insólito, fue que apareció agarrando con sus manos una extraña flor, en forma de estrella de cuatro puntas.
FIN
Mentiría si dijera, que este relato nace de otra cosa,
que no fuese mi preocupación por el futuro. El ser humano lleva muchísimo
tiempo tratando de moldear la naturaleza. Primero por necesidad, y más tarde
por la simple especulación de los recursos naturales, que, por derecho,
deberían pertenecernos a todos y todas por igual. Sin embargo, la realidad es bien
distinta. El capitalismo salvaje nos lleva indudablemente hacia el desastre. Hemos
cambiado el orden natural de la vida en el planeta. El cambio climático es ya
una realidad. Grandes incendios, tormentas de mayor intensidad y frecuencia, sequías...
son síntomas de que, el camino que la humanidad ha tomado hace algunos siglos,
nos ha llevado a este desastre. La clase política en general, como de costumbre,
se ha mostrado lenta y cobarde, a la hora de afrontar de verdad este problema.
La ciencia ficción, ha tratado ampliamente este asunto, desde hace décadas. Ya en 1962, J. G. Ballard planteaba un futuro nada halagüeño en su novela “El mundo sumergido”, mostrando un escenario en el que la Tierra está devastada, debido al deshielo de los casquetes polares. En “Las torres del olvido” (2007), George Turner crea una ciudad abatida por las consecuencias del cambio climático. En ella, una sociedad superpoblada, donde las tres cuartas partes de la población está sin trabajo, viviendo en unos suburbios que están perdiendo terreno frente al mar, debido a las altas temperaturas y el deshielo de los polos. Otra novela que trata el cambio climático, esta vez ambientada en una futura Tailandia, es “La chica mecánica” (2009), del escritor estadounidense Paolo Bacigalupi. Aquí, además de la subida del nivel del mar, el autor nos plantea, además, el agotamiento de los combustibles fósiles. Todas estas novelas, son de lectura imprescindible. Nos muestran diversos futuros posibles, nada favorables para los seres humanos. Pero si algo nos debería hacer pensar, es que la realidad, siempre termina por superar a la ficción.
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