Lentamente, Silvia Aramburu se despierta. Abre sus grandes ojos verdes, aunque no es capaz de ver nada. Sus blancas manos de porcelana, acarician la superficie de un colchón, y siente que el tejido es áspero al tacto. Además, la tela tiene grandes agujeros. Sigue palpando a su alrededor hasta sentir unas frías baldosas. «¿Dónde estoy?» Piensa. Se sienta e inconscientemente acaricia un mechón de su rubia cabellera. Tras un encogimiento de su corazón, rápidamente se palpa su entrepierna: sigue vestida con sus pantalones cortos ajustados. Luego comprueba que el sujetador siga en su sitio. Suspira aliviada, pues todo parece normal, excepto por haber despertado en una habitación oscura, sin saber dónde se encuentra. Rebusca en su memoria para hallar en ella su último recuerdo. Había acabado su turno en la discoteca Priveé, donde trabaja como bailarina y después de ducharse y cambiarse, salió por la puerta trasera en dirección al parking. No recordaba nada más. Revisa los bolsillos del pantalón, buscando el tabaco y el mechero. No encuentra nada, lo que quiere decir, que quien la haya traído aquí, se lo ha quitado. Se levanta en su metro ochenta de estatura y sus manos hacen de ojos en la oscuridad. Va dando pequeños pasos hacia delante. Al cabo de seis pasos, sus dedos tocan una pared. Sigue recorriendo el perímetro, hasta que sus manos acarician una forma conocida: es el pomo de una puerta. Está convencida de que estará cerrada. Lo gira lentamente y oye un nítido “clic”. Está abierta. Desde el quicio de la puerta, observa una luz titilar, que proviene de la habitación de enfrente.
—¿Hola? ¿Hay alguien? —Grita, hacia la claridad.
«¿Qué ha sido eso? ¿Era una voz femenina? ¿Lo habré soñado?» Fabián Torres no está seguro. Abre los ojos e inmediatamente sabe que algo no va bien. No sabe dónde se encuentra. Se incorpora y casi se cae al sobrevenirle un mareo. —Mierda —masculla. Seguro que le debían haber drogado. Respira profundamente varias veces, exhalando lentamente. Se lleva la mano a la cintura y suelta un improperio. Le falta la cartuchera con la pistola, y por lo que nota, también la placa y la cartera. Ayer, cuando terminó la vigilancia del narcotraficante al que estaban siguiendo, fue a cenar a una pizzería cercana a su casa. No tomó vino, solo agua y café descafeinado después del postre. Lo recuerda muy bien, pero supone que, al salir en dirección a su casa, debió desmayarse. Alarga los brazos y a tientas empieza a caminar, con cuidado de no tropezar con algún obstáculo. Al cabo de unos pocos pasos, encuentra una pared y sigue su contorno. No tarda en dar con una puerta. Abre con decisión, y la cruza. Enfrente, hay una mujer que se gira asustada al escuchar el ruido a su espalda. No puede ver sus rasgos, ya que permanece en penumbra debido a que la única luz, proviene de la estancia que ahora está detrás de ella.
—No se asuste, soy policía. ¿Se encuentra usted bien?
—No sé qué hago aquí… ni tampoco cómo he llegado.
—Yo tampoco, —contesta Fabián— pero vamos a averiguarlo.
Sin más dilación, apartó suavemente a la mujer y entró en la sala de la que provenía la única luz.
La habitación no es muy grande y no hay nada más que una mesa ovalada y dos sillas, puestas a cada lado. Encima, una vela grande y ancha alumbra la estancia y hace brillar un teléfono rojo, antiguo, de aquellos que se marcaba haciendo girar un disco con un dedo. El aparato está conectado a un pequeño altavoz que se encuentra a su lado. Fabián coge el auricular y tras comprobar que no hay línea, lo vuelve a colocar en su lugar. Toma la vela con una mano, y sigue el cable telefónico, el cual le lleva hasta una pequeña caja de conexión, en un extremo de la habitación. Sigue revisando las paredes y al terminar, sale en silencio hacia el cuarto dónde ha despertado minutos antes. Ve que, a un lado, hay otra habitación, supone que será donde ha despertado la mujer. Ella le sigue, pues no desea quedarse a oscuras. Examina las dos habitaciones sin encontrar nada destacable. En cada una solo hay un colchón viejo y un par de cubos, para hacer las necesidades. Nada más. No es capaz de encontrar una puerta o una abertura, que permita poner fin a su cautiverio. Porque está muy claro, son prisioneros. Regresan al comedor, y se sientan a la mesa. Entonces, un sonido estridente y molesto les sobresalta: el teléfono está sonando.
—Hola Fabián. Sabía que serías tú quién respondería la llamada.
—¿Quién coño eres? ¿Y por qué estamos aquí?
—Esa no es la pregunta correcta. Por favor, conecta el altavoz.
—Déjate de mierdas. Contesta, ¿quién eres y por qué estamos aquí?
—Deberíais preguntaros, ¿cómo saldréis de ahí? Y es bien sencillo. Cada uno de vosotros me contará un secreto. Pero no será un secreto cualquiera, sino aquel que jamás le confesaríais a nadie. Ese oscuro secreto que guardáis detrás de vuestro corazón, y al que la luz de la verdad nunca logra iluminar. Ese secreto es el que deseo. Recordad que el tiempo apremia, puesto que sin comer ni beber, tendréis de tres a cinco días como máximo para salir o de lo contrario, moriréis.
—¿Quién coño eres? ¿De qué vas? —Gritó el policía, perdiendo los nervios.
—Soy el Devorador de Secretos. —Hubo una larga pausa, antes de que la voz al teléfono, volviera a hablar—. Cuando alguno de los dos, esté dispuesto a alimentarme, solo deberá marcar el número seis.
Al cabo de un segundo, se cortó la llamada, quedando la línea en silencio.
—Yo no tengo secretos. —Silvia Aramburu se acaricia las sienes, pues nota un incipiente dolor de cabeza. —Al menos, nada que sea importante —añade.
—En mi caso, tengo muchos secretos, pero son de carácter profesional. Siendo policía, sé cosas de mucha gente, pero la información que manejamos es confidencial, no podemos difundirla.
—No lo entiendo. ¿Por qué yo? Soy una simple chica que se gana la vida bailando, para tratar de pagar el alquiler y llegar a fin de mes. Poco más. Ni siquiera soy una persona dada a las fiestas y al desmadre. Mi trabajo es bailar, pero regreso a casa en cuanto termino el turno.
—No lo sé, es todo muy extraño. Yo estoy trabajando en un caso de narcotráfico, pero esto no parece que tenga nada que ver. Una bailarina y un policía… hacemos una extraña pareja —reflexiona.
El policía cierra los ojos para tratar de concentrarse y pensar con claridad. Al cabo de un rato, no consigue establecer una relación entre la bailarina y él. Hasta hoy, no la había visto nunca ni sabía de ella. Es muy guapa y atractiva, por lo que está seguro de que la recordaría. La voz de la mujer, le obliga a levantar la mirada.
—Busquemos otra vez la salida, por fuerza debe haber una.
Ella ilumina la estancia, mientras Fabián Torres escudriña lentamente cada rincón. Va haciendo sonar con los nudillos las paredes y más tarde el suelo. Nada suena a hueco, todos los golpes le devuelven un rumor sordo, que no hace más que confirmar, la solidez de los muros y del suelo. Decide probar más suerte con el techo. Utiliza una de las dos sillas para encaramarse y tantear el artesonado, obteniendo el mismo resultado.
—Probemos en el pasillo. —Propone ella.
Empleando el mismo procedimiento, el policía explora centímetro a centímetro, el corto pasillo.
—Nada, todo es sólido. —Torres comienza a sentir como la desesperación se abre paso en su interior, aunque todavía quedan las dos habitaciones por inspeccionar—. Sigamos.
Les llevó bastante tiempo, y el resultado no pudo ser peor. No encontraron el más mínimo indicio, de una puerta o de una trampilla. Seguían sin saber, cómo habían llegado allí.
Pasaban las horas insidiosas. Los cautivos tenían hambre, aunque lo que peor llevaban, era, sin duda, la sed. La sequedad de la garganta empezaba a producirles un ligero escozor. El ánimo cayó en picado como un ave de presa sobre una víctima desprevenida.
—Sincerémonos entre nosotros. —Propuso Fabián.
—¿Y qué quieres qué te diga? —Contestó ella con voz ronca—. Ya dije que no tengo secretos y es verdad. He cometido alguna infidelidad, nada del otro mundo. Incluso una vez fue con un hombre casado. Pero él terminó la aventura, y yo lo acepté de buen grado. Así son las cosas. ¿Y qué hay de ti?
—Nada excepcional. He tomado algunas drogas, pero poco más. De vez en cuando, después de decomisar un buen alijo, cojo un poquito para mí, apenas unos gramos, nada que sea desorbitado o excesivamente llamativo. Y tampoco lo hago siempre, solo de forma esporádica. Dudo mucho, que pueda ser el motivo para tenerme aquí encerrado.
Silvia Aramburu lo mira con atención. No le cree. Está segura de que algo esconde el policía. ¿Y si tiene que ver con el caso de narcotráfico en el que estaba trabajando? No, no puede ser. Ella no tiene ninguna relación con el mundo de las drogas, pues las detesta. No puede pensar con claridad por culpa del dolor de cabeza, que poco a poco, se abrió paso con el lento discurrir del tiempo.
—¿Te importa quedarte un momento a oscuras? —Le pregunta—. Necesito ir al baño.
—No, por supuesto. Adelante, llévate la vela.
Sale del comedor y entra en “su” habitación. Considerar ese agujero como si fuese suyo, le ha clavado un puñal de angustia en el corazón. «Respira hondo», se dice a sí misma, al quedarse mirando los dos cubos situados en un rincón. Deja la vela en el suelo, se baja los pantalones y las braguitas. Se muere de ganas de orinar, pero allí, necesita concentrarse para hacerlo, ignorando por completo, que un par de ojos la están observando, complaciéndose de lo que ven.
—Me encuentro cansada y me duele bastante la cabeza. Solo quiero cerrar los ojos y dormir. —Dice nada más regresar al pequeño comedor.
—Yo también me siento algo fatigado. Durmamos un poco, tal vez más tarde, tengamos la cabeza más despejada, y podamos pensar con más claridad.
—¿Te importa si compartimos la habitación? No quiero estar a solas en ese cuchitril.
—No, por supuesto. Voy a traer mi colchón.
—Por favor, también la vela.
Fabián asintió y después de acompañar a Silvia hasta su colchón, se ayudó de la vela para ir por el suyo. Lo colocó junto al de ella y dejó la vela en un rincón de la pared opuesta, lejos de los jergones, para evitar cualquier tipo de accidente con la llama. Se estiró a su lado. Giró el cuello, y la miró. Parecía dormida, con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Veía su pecho ascender y descender a un ritmo acompasado. Se dio la vuelta y pensó en su situación. Estaba en un serio aprieto y debía averiguar cómo salir de ahí. Aunque sería más tarde, después de haber descansado un poco.
Silvia abre los ojos. Se siente algo mejor, pues el dolor de cabeza ha desaparecido. Sin embargo, tiene la garganta completamente seca. Aunque tiene hambre, no es de comer mucho, así que, de momento, la falta de alimento la lleva bastante bien. Se da la vuelta, y observa a Fabián, que la está mirando fijamente con sus ojos grises, y siente un escalofrío. No sabe el porqué, pero no le gusta como la mira, pues la hace sentir incómoda. Le pica la garganta y tiene los labios terriblemente cortados y secos.
—Buenos días, por decir algo.
—Si es que realmente es de día.
—Debe ser de día, aunque es imposible adivinar la hora. Pero debe ser por la mañana, de eso estoy seguro.
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé. —Fabián se le acerca un poco más y le susurra al oído: He pensado en inventarme un secreto. Puede que se lo crea. Hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que salga bien. O mal, claro está.
—¿Y si descubre que es una mentira?
—¿Qué puede ser peor que morir de sed y de hambre? No hay mucho que perder, ¿no crees?
—Tal vez tengas razón. Si alguno de los dos consigue engañarlo y sale de aquí, podría buscar ayuda.
—Yo también puedo inventarme algo y probar suerte.
—La mentira debe ser creíble, y debe ser un hecho que se salga de lo corriente. Confesaré un asesinato. Diré que fue a sangre fría, y que después, lo hice pasar por defensa propia. Debe ser algo relacionado con mi trabajo, por supuesto. De lo contrario, es posible que no se lo trague.
—¿Y yo? Es imposible que pueda plantear algo así.
—¿Un aborto, tal vez? —Sugiere Fabián.
Silvia se levanta y le da la espalda. Algo se ha roto dentro de ella. Empieza a caminar, tratando de desentumecer las piernas.
—Podría ser —responde—. La pregunta es: ¿Será lo suficiente oscuro para él?
Sentados frente al teléfono, Silvia se muerde las uñas inconscientemente. Fabián se muestra sereno. Ambas miradas se encuentran y se hablan sin decir nada. Un cincuenta por ciento. O sale bien, o sale mal. Con energía, levanta el auricular y conecta el altavoz. Introduce el dedo índice de la mano derecha en el número seis de la rueda de marcación, y la gira con determinación. Al cabo de un segundo, se oye un chasquido, que confirma que el interlocutor, que se encuentra al otro lado, ha descolgado el aparato.
—Le explicaré mi gran secreto. —Fabián confía en que todo salga bien, aunque su voz interior, le dice que las cosas nunca suelen ser tan sencillas.
—Bien, soy todo oídos. —El tono de la voz del desconocido, es jovial. Parece estar disfrutando con esto.
—Hace dos años, en el transcurso de una intervención, disparé contra un sospechoso. Estaba desarmado y se arrodilló con las manos detrás de la cabeza. En una mesa situada cerca de él, vi una pistola. No sé por qué lo hice, pero en vez de esposarlo, lo maté a sangre fría, de un tiro en la frente. Fue un impulso. Todavía a día de hoy, sigo sin entender cómo pude reaccionar así. Después le puse la pistola en una mano y declaré que disparé en defensa propia. Todos me creyeron. Incluso fui condecorado por ello. Jamás se lo he contado a nadie.
Después de la confesión, se hizo el silencio. Al cabo de varios minutos, el Devorador de Secretos, volvió a hablar.
—Buen intento. Lo único que has conseguido, es perder tiempo, y eso solo te acerca más a la muerte. Si no me alimentáis con vuestro secreto más oscuro, moriréis. El tiempo es vida. No lo olvidéis.
La llamada terminó. Ahora, ese cincuenta por ciento, se había reducido a cero.
Las horas pasaban inciertas y borrosas. Fabián tuvo episodios de cefaleas, aunque haciendo ejercicios de respiración consiguió que, estas fuesen remitiendo. Por su parte, Silvia ya había sufrido algún calambre en el estómago. La vela, que se había consumido en una cuarta parte, continuaba alumbrando penosamente la estancia. Ya tenían poco que decirse el uno a la otra. Por más que pensaban, no se creían poseedores de un secreto tan terrible que necesitase ser confesado. Fabián se mostraba apático y contemplaba absorto los movimientos de la llama. Silvia sintió ganas de orinar otra vez. Dudaba mucho de poder conseguirlo, pues llevaba demasiado tiempo sin beber, pero a pesar de todo, decidió intentarlo.
—Vuelvo a tener ganas de hacer pis. ¿Te importa que te deje unos minutos a oscuras?
Fabián Torres salió de su ensimismamiento y al cabo de unos segundos, contestó negativamente con la cabeza. Silvia le dio las gracias y le prometió no tardar.
«Mierda, no voy a poder mear», pensó. Otro motivo más para sentirse abatida. Con las bragas y los pantalones cortos en los tobillos, en cuclillas sobre un cubo viejo y oxidado en una oscura habitación, Silvia Aramburu ignora que, a su espalda, una figura está observándola en la oscuridad. Al cabo de unos minutos, desiste por completo de aliviarse. Se pone de pie y cuando se agacha para subirse las braguitas, recibe un fuerte empujón que le hace caer bruscamente al suelo. Afortunadamente, las manos paran lo peor de la caída, aunque la muñeca derecha le duele terriblemente, pues está segura de que se habrá roto. Se da la vuelta, y a pesar de que la oscilante luz de la vela crea sombras y desfigura la imagen de su agresor, lo reconoce al instante: es Fabián. No es capaz de ver sus rasgos debido a que el rostro permanece en penumbra, pero advierte con horror que está desnudo de cintura para abajo, con el miembro en erección. Su cuerpo reacciona al miedo respondiendo con lo que, minutos antes, era incapaz de hacer, aflojando la vejiga y generando un pequeño charco en el frío suelo. Sus labios apenas se mueven cuando murmura: —No, otra vez no.
Despertó casi satisfecho. Consiguió llegar al éxtasis a pesar de que ella se había desmayado. Sin duda, habría sido mucho más excitante que se hubiese mantenido consciente. El terror, los forcejeos y las lágrimas que se producían durante el acto, le excitaban mucho más. Pero, aun así, había disfrutado, tanto, que se había quedado dormido allí mismo, en el suelo, al cabo de unos segundos de acabar. Se levantó y la miró. Estaba prácticamente como la había dejado, con las piernas abiertas y los ojos cerrados. Con la vela en la mano, salió de la habitación. Se sentó a la mesa y dejo la vela cerca del teléfono. Meditó unos minutos, repasando mentalmente todo lo acontecido. Ya no tenía sentido guardar silencio. Silvia Aramburu entró silenciosamente en el comedor, y se sentó en la mesa, frente al policía. Tenía una mirada ausente, con los ojos abiertos y apenas pestañeaba. Sus lágrimas creaban surcos en la suciedad de la piel, como un río vadeando por una quebrada. Pero no emitía ningún sonido. Solo estaba ahí, presente pero ausente. Fabián tomó el auricular y después de conectar el altavoz, marcó el número seis. Al sexto tono, el Devorador de Secretos contestó la llamada.
—Soy un violador, —Fabián Torres confiesa, tratando de mostrarse sereno.
—Lo sé, tengo ojos en todas partes. Has violado a tu compañera de cautiverio.
—No sé qué me ha ocurrido, pero me he convertido en un abusador.
—Mi secreto, —Silvia interviene, sorprendiendo a Fabián— es que fui violada hace un par de años. —Dice con voz ronca.
Durante un minuto, el silencio se adueñó de la sala.
—No es suficiente. —Sentencia el Devorador de Secretos, finalizando la llamada y dejando la línea muda.
Nuevamente, Fabián Torres marca el número seis.
—¡Está bien! Te diré cuál es mi secreto más oscuro, pero, ¿cómo sabré que cumplirás tu palabra?
—Tendrás que fiarte de mí. Así son las cosas. Pero puedo aseguraros, que os indicaré la salida de esta pequeña mazmorra.
—Soy un violador… llevo años haciéndolo. He violado a decenas de mujeres. ¿Estás contento? Ahora ya lo sabes.
Del altavoz llegaron unos entusiastas aplausos.
—Bravo, Fabián. Al final, me has alimentado. Bien hecho. —El Devorador de Secretos no ocultaba su satisfacción y alegría—. Y bien, Silvia, ¿tú no te animas? Sin tu secreto no podréis dejar atrás este zulo, y volver a ser libres.
—No merezco salir, —responde, y mirando al policía, agrega: Y tú tampoco.
Las lágrimas vuelven a recorrer su rostro. La apatía la envuelve como una tela de araña. Está decidida a dejarse morir.
—¿Qué? ¡Eso no es justo! —Grita Torres, que se levanta y toma la silla para estamparla en la pared. Un estallido de dolor en la cabeza le hace perder el equilibrio, cayendo al suelo. Se siente sin fuerzas, cansado. Cierra los ojos, todo le da vueltas. Nota como la consciencia se aleja de él.
Lentamente, el parpadeo inconsciente le permite entrever la cálida luz. Abre los ojos y ve unas piernas de mujer, detrás de las patas de una mesa. A su lado, una silla de madera está tumbada. Se desmayó. Fabián se levanta y se apoya en la mesa, tratando de enfocar la vista en Silvia.
—¡Díselo! ¡Díselo, maldita sea! —Grita con la voz rota, no tanto por la falta de líquido, sino por la angustia, que le atenaza el corazón.
—Jamás. —Las facciones de Silvia se muestran relajadas, serenas. La asunción y expiación de sus propios pecados mediante el sacrificio de la muerte, se le antoja un final apropiado para ella.
—¡Yo sí te di mi secreto! —Grita al aire Fabián, gimoteando—. ¡Esto es injusto!
Al cabo de unos minutos, el timbre del teléfono reverbera en la pequeña cárcel, sonando estridentemente alto. Ya que Silvia no reacciona, Fabián descuelga el aparato, conectando el altavoz.
—Vuestro tiempo ha acabado. Seré yo, pues, quién revele el amargo y oculto secreto de Silvia: eres una asesina —dice, dirigiéndose ella. Mataste a tu bebé recién nacido, ahogándolo en el río. —Fabián Torres no da crédito a lo que acaba de oír. Mira a Silvia, que se encuentra con los ojos abiertos, llorando en silencio, sumida en una especie de estado catatónico, sin mostrar emoción alguna—. Fabián, —continúa diciendo— he decidido ser clemente y piadoso contigo, ya que confesaste tu secreto más oscuro. Desconecta el altavoz, y te diré donde encontrar la salida.
Fabián hizo lo que el Devorador de Secretos le pidió, llevándose momentos después el auricular a su oreja. Al cabo de un minuto, colgó el teléfono y salió del pequeño comedor, dejando allí a Silvia. Anduvo por el corto pasillo hasta la esquina oeste. Se escuchó un zumbido, y un sonido sordo. Palpó con las manos el suelo hasta dar con la abertura de una trampilla. Una escalerilla de mano hecha de barras de hierro, descendía en la oscuridad. Pasó un pie y después otro, y bajo tres peldaños. Según las instrucciones, en la parte de debajo de la trampilla, encontraría una linterna. Debía pues, cerrarla. Era pesada y él se encontraba bastante débil. Le costó moverla, pero sentir la forma tubular del mango de la linterna le hizo recobrar las fuerzas. En cuanto cerró la pequeña portezuela, de nuevo se escuchó un zumbido. Sin duda, era una cerradura electrónica que se accionaba remotamente. Desenganchó la linterna que estaba sujeta con cinta aislante y la encendió. Una luz amarillenta le permitió observar la trampilla. No podría volverla a abrir, pues el mecanismo se encontraba dentro de la misma. Bueno, le daba igual, al fin y al cabo, no iba a querer regresar allí jamás. Descendió con rapidez los dos metros y medio hasta llegar a un túnel horizontal, cuyo final no podía precisar debido a la poca luz que proporcionaba la linterna. Anduvo deprisa siguiendo el camino. Calculó que debía llevar unos doscientos metros recorridos, cuando la luz de la linterna se apagó de repente, quedándose a oscuras. De inmediato, le sobrevino una sensación claustrofóbica, y sintió un mareo. Golpeó con frenesí la punta de la linterna y esta volvió a funcionar. Continuó andando por el pasaje subterráneo que, al cabo de una decena de metros, giró hacia la derecha. Habría andado unos cincuenta pasos desde el recodo, cuando se topó con una enorme masa de hormigón que bloqueaba el corredor por completo.
—¡Hijo de puta! —Gritó con todas sus fuerzas.
Estaba atrapado en el túnel. Ya nada podía ir peor. Decidió dar la vuelta para tratar de examinar la trampilla con más detenimiento y en cuanto dio dos pasos la linterna se apagó, sumiéndole en la más profunda oscuridad.
Caen las hojas en un otoño tardío, formando un manto verde y amarillo en los pasillos del cementerio. Ya no se oye el canto de los mirlos, que después del verano fue sustituido por el de los zorzales. Vestido con un traje negro, y mocasines del mismo color, Juan Almanegra camina con paso lento y acompasado. Lleva un ramo de flores frescas compuesto por media docena de rosas, combinadas con azucenas, narcisos y peonías, las favoritas de su hija. Se detiene frente a una tumba de granito negro y pone una mano en la lápida. Con cuidado, coloca el ramo encima.
—Ya está hecho, mi vida. Cuando viniste a visitarme al hospital tiempo después de lo sucedido y casualmente, reconociste a tu violador, deberías habérmelo contado. Tal vez podríamos haber luchado juntos. Sin embargo, saber que era un policía fue demasiado para ti. Tuviste que creerte desamparada, pues inculpar a todo un agente de la ley, ciertamente hubiese sido muy complicado y difícil. Pero lo podríamos haber intentado. En cambio, decidiste marcharte por tus propios medios, y no te lo reprocho. Fue duro encontrarte en la bañera, rodeada de rojo carmesí. Al menos, me consuela que me dejases una nota explicándome el porqué de tu partida. Así, he podido hacer justicia. Y, ¿sabes qué? También hice justicia con aquel bebé ahogado que vimos en las noticias, días antes de tu ausencia definitiva. Reconocí a aquella mujer a la que atendí en urgencias después de una violación, aunque en el centro comercial tenía mucho mejor aspecto. Vestía un vestido gris, y llevaba gafas de sol incluso dentro del recinto. Pero era ella e indudablemente estaba embarazada, a pesar de que por lo que pude apreciar, trataba de disimularlo, sin mucho éxito he de decir. Al cabo de tres o cuatro meses la volví a ver, esta vez nos cruzamos en los pasillos del hospital. No tenía buen aspecto. Lucía unas grandes ojeras, y había adelgazado muchísimo. Ni rastro del embarazo. Decidí comprobar su historial médico, y en ninguna parte aparecía un solo dato correspondiente a su embarazo. Eso solo podía deberse a un solo motivo: nunca dio parte de su estado ni parió en ningún centro hospitalario. Sumé dos y dos, y no me equivoqué. Pero ahora, ese bebé también descansa en paz. Te quiero hija. Pronto volveré a verte.
Las primeras gotas de una tormenta caían aleatoriamente por doquier, dejando pequeños círculos húmedos sobre los pétalos de las flores, sobre el duro granito y sobre las hojas caducas del camino. Juan Almanegra camina a paso lento, ignorándolas. El Devorador de Secretos se ha alimentado. Seguramente, dentro de un tiempo, vuelva a tener hambre.
FIN
Este relato está bastante alejado de lo que suelo hacer. Sin embargo, escribir algo así de oscuro es, hasta cierto punto, catártico. Todas las personas tienen secretos. Nadie es tan transparente ni tiene la necesidad de no albergar alguno. No hace falta que estos sean oscuros y siniestros, ni tampoco fruto de una mala experiencia. A veces son pequeñas cosas que no revisten de la menor importancia. Aun así, los seres humanos necesitamos tener siempre un poco de privacidad, o no seríamos las mismas personas. La autojustificación de Almanegra expresa, en cierto modo, ese sentir patriarcal, ese juicio que cualquier persona emite sin conocer ni profundizar en los porqués de ciertos actos, que son, desde luego, horrendos. Creo que, en ciertos casos, la sociedad debería abrir caminos, puertas y ventanas para aquellas personas con unas necesidades realmente especiales. Sin embargo, no es así, y más tarde vemos en las noticias, actos que nos parecen de pura crueldad, pero que detrás de ellos, no hay nada más que desesperación y sufrimiento.
Siento debilidad por aquellas narraciones que no terminan bien. Los finales que acaban bien, me gustan para una historia romántica, de aventuras o incluso, para una de superación personal (aunque una historia de superación personal con un final terrible, no es para nada una mala idea). Las historias están para producirnos emociones, igual que la poesía. Leer una novela o un relato, y que el final te deje “mal cuerpo”, siempre será mejor que un final excesivamente tópico de final feliz. Con seguridad, la persona lectora lo recordará mucho más tiempo.
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