jueves, 6 de octubre de 2022

La casa invisible (Relato)

            



            Hace muchos, muchos años, tuve la mala costumbre de querer resguardarme bajo un techo propio. Todas mis amistades así vivían, y yo era el único que, al parecer, no sentaba la cabeza, aunque después del paso del tiempo y sobre todo, de los acontecimientos, creo sinceramente que, en realidad, era el único que aún gozaba algo de libertad.

 

       Tuve que volar y dejar atrás el nido, porque en ocasiones, si uno abusa demasiado de las circunstancias, un polluelo puede transformarse en un parásito y no en un ave de provecho. Yo quise ser halcón y no un cuco, así que dirigí mi vuelo hacia una oficina de bienes raíces; pero no una cualquiera, esta debía llamarme la atención por algún detalle especial, tenía que guiarme por el radar invisible de la intuición. Y después de mucho vuelo, aterricé en una que ya nunca olvidaré.

 

        Era una oficina pequeñita, encajonada entre dos grandes y anodinos edificios. Para poder entrar, tenías que subir cuatro pequeños escalones flanqueados por enormes jardineras, con unas maravillosas hortensias en flor a pesar de estar a principios de mayo. Regentaba la oficina una mujer alta, generosa en curvas, con un cabello liso, muy bonito, de color castaño. Simpática y amable, nunca imaginé que debajo de esa amigable fachada se escondía una auténtica bruja, de las de verruga y caldero. Sí, debo confesar que me hechizó y no supe reaccionar a tiempo. Ahora lo sé, no fue su físico ni su carácter, sino un sortilegio hecho con la fuerza de las palabras; VARIABLE, IRPH, CARENCIA Y CAPITAL, AVAL Y AMORTIZACIÓN...; palabras que aún hoy me cuesta repetir, pero hago el esfuerzo por si algún día alguien lee este manuscrito, y tal vez esté a tiempo de sortearlas. Salí de ahí con la promesa y la felicidad de quien ya se cree un próspero adulto propietario de una casa.

 

       Durante una semana o quizás algo más, estuve visitando hogares en venta. Tal vez ahí debería haberme dado cuenta de que algo no iba bien. No eran viviendas soleadas rodeadas de verdor, ni tampoco bonitos edificios de algún estilo clásico. En ocasiones, para acceder a alguna de ellas, uno tenía que subir por oscuras escaleras; también la situación de la mayoría estaba demasiado apartada del núcleo urbano y del movimiento de la vida mundana, con demasiada poca iluminación en los alrededores, y tal vez en un destello de claridad mental, no me decidí por ninguna. Pero recuerdo muy bien cuando vi mi futura casa.

 

     Había anochecido ya, y caminando me llevaron desde la oficina de bienes raíces hasta un barrio multicultural y cosmopolita. Era un edificio de siete pisos, con estrechos balcones llenos de flores y banderas ondeando al viento nocturno. Una puerta de hierro y cristal se abría hacia un hall de estilo antiguo con dos escaleras, una cercana a la entrada y la otra un poquito más oscura situada al final, y hacia allí nos dirigimos el visitador y yo para subir al primer piso. Recuerdo asombrarme un poco, de la diferencia de estilo entre el exterior y el interior del piso -que según me comentaron, estaba recién reformado-, y la verdad es que me gustó mucho. El hechizo desde luego era muy potente, y así como en otra ocasión tuve un pequeño destello de realidad, aquí no se dio este fenómeno, y no pude ver ninguna característica negativa. Fue mucho más tarde cuando pude ver que no eran flores ni banderas, sino trastos y ropa tendida.

 

       Pero al cabo de poco la bruja y yo firmamos un pacto y gracias a mis progenitores que me apoyaron con su propio nido, me convertí en el propietario de cincuenta y cinco metros cuadrados de hogar. Durante cuarenta años debería abonar al superior de la bruja, -un demonio pecuniario llamado Ucifer-, una pequeña suma cada treinta días. Más tarde ese pacto se convirtió en terror, y casi me cuesta la vida.

 

       ¡Oh! ¡Pero qué tiempos más felices viví! Sacando genio, fuerza y habilidades de donde no sabía que las tenía, realicé algunos arreglos en la casa. Tenía tres habitaciones, un comedor, una cocina y un pequeño baño. Pinté dos habitaciones con colores especiales; una verde con salpicaduras de otros tonos de verde y blanco, otra de color mostaza con trazos rojizos, el comedor azul claro con salpicaduras verdes y azul marino, y dejé en blanco la habitación destinada a tender la colada, por asociación con la limpieza. Cambié las lámparas del comedor y de mi habitación. Vaya un electricista con pánico a la electricidad estaba hecho, pero era tan feliz que era capaz de superar mis miedos. Me deshice de una mesa de cristal enorme que ocupaba la mayor parte del comedor, y que a mi parecer estorbaba más que otra cosa. Era una mesa curiosa, pues la base era una escultura en negro de una mujer desnuda que con la cabeza y las rodillas sostenía el cristal. Solo cuando me dediqué a limpiar y desinfectar el baño concienzudamente -porque tengo mis propias manías-, me di cuenta de que no estaba solo.

 

       Indestructibles, veloces y marrones eran mis acompañantes. No sé si fue cosa de que el hechizo empezaba a perder su poder y su influjo sobre mí, pero los días siguientes me abofetearon con la realidad del desastre anunciado, de la profecía no pronunciada en voz alta, y que, sin embargo, me apuñalaba el corazón en cada palpitar. En la noche, si tenía que ir al baño o a tomar un vaso de agua a la cocina, inconscientemente buscaba con la mirada, como si fuese un sapo hambriento, a las malditas cucarachas. Y no tenía que buscar mucho, pues casi siempre encontraba alguna, y solo los dioses saben, que moría un poco por dentro, cada vez que aplastaba a una de ellas, del asco infinito que me producía.

 

       Solo una vez miré por una ventana de casa. Daba a una isla interior en forma de cuadrado, como el patio de una cárcel, formado por grandes edificios viejos y decrépitos. La maleza y las malas hierbas crecían sin control alguno y pensé -menudas vistas más feas, pero aún veo algo verde, aunque sean malas hierbas-, cuando de una zona arenosa libre de vegetación, salieron siete u ocho ratas, grandes como gatos. Nunca más volví a asomarme por ninguna ventana de la casa.

 

            Y transcurrían los días con cierta normalidad, yendo del trabajo hasta el hogar, sintiéndome seguro entre las cuatro paredes de la casa, a pesar de todo. Intenté ver la parte positiva de las cosas, ver un poco más el lado bonito de la vida. Tal vez no vivía en un barrio muy encantador, pero sí era cómodo vivir allí. Tenía todo tipo de comercios a un paso, podía comprar desde flores hasta zapatos, miel o incluso trajes: de todo podía encontrar cerca de casa, y decidí que era un buen sitio donde vivir, a pesar del aspecto gris de los edificios y de la suciedad de las calles. En esas cavilaciones andaba yo mientras regresaba del trabajo cuando llevaba quince días viviendo en mi nuevo hogar, y ocurrió que, llegando a la puerta de mi edificio, vi una gran congregación de personas. Como no conocía a nadie, me fui abriendo paso entre la gente para ver qué era lo que ocurría, y lo vi. En la acera yacía el cuerpo de un hombre de unos cincuenta años, que parecía dormir un sueño profundo, de no ser por el gran charco púrpura que se extendía como si fuese un cojín bajo su cabeza, salpicado con restos gelatinosos de un color grisáceo. Horrorizado, retrocedí, y fue entonces cuando entre el sonido de una sirena que se acercaba pude oír a alguien que decía -ha saltado desde el sexto piso-. Un triste Ícaro que nunca tuvo alas, ni intención de tenerlas. El hechizo de la bruja terminó por deshacerse, pero en ese momento, empezó la maldición, que tardaría mil cien días en manifestarse.

 

       Tres años después, en una soleada mañana, recibí una carta con un extraño símbolo. La abrí y era la copia del contrato que en su día firmé con la bruja, pero con una hoja extra con un extraño encabezado que decía “REVISIÓN TRIENAL DE SU ENDEUDAMIENTO”, y entre muchas palabras sin sentido para mí y que no era capaz de entender, pude descubrir el asunto de tan extraña misiva: ahora tendría que pagar mensualmente una cantidad que duplicaba la acordada en un principio. Al parecer, mediante engaños y argucias y entre la multitud de párrafos del pacto firmado, había una cláusula que permitía a Ucifer subir el importe a los tres años. Qué terrible situación, pues con mi humilde trabajo no sería posible para mí tal desembolso. Si no hacía frente a estos pagos, me quitarían mi casa, y lo que es peor, privarían a mis padres del nido que habían construido y protegido durante toda su vida; aquellos que me dieron la vida, iban a quedarse sin un techo donde cobijarse. Dos personas ancianas malviviendo en la calle y sin tener recursos para intentar habitar otro espacio. Y todo por el pacto infame que firmé bajo el hechizo de la maldita bruja. Todo por mi culpa, por mis ansias de volar. Esa misma tarde acudí sin demora a la oficina de bienes raíces, a visitar a la bruja y pedirle explicaciones por semejante engaño. Cuando llegué pude ver con horror, como ya no existía ninguna oficina. En lugar del cartel solo había una mancha; cualquier persona que pasease por allí, solo vería una oscura sombra que recordaba que algún día en ese preciso espacio hubo algo, y desgraciadamente, yo sabía el qué. Me sentí más solo y abandonado que nunca.

 

       Fueron tiempos muy duros y difíciles. Tuve que alimentarme con sopas de hortalizas, verduras y algo de pan, prácticamente nunca podía comer carne y mucho menos pescado. Algo tan simple como comprarme unos pantalones pasó a ser un lujo inalcanzable. Recuerdo caer enfermo y no poder costearme ni el remedio que una maga me recetó. A veces entraba en alguna taberna con mi morral y pedía un café, así podía ir a las letrinas sin levantar sospechas y robar las hojas de limpieza que solían estar formando un pequeño rollo. De mi trabajo robaba el jabón necesario para mi higiene personal. Cada noche al acostarme me acordaba de aquel triste Ícaro, y pensaba que ahora ya comprendía por qué voló sin querer unas alas; yo también empezaba a pensar que la solución a todos mis problemas podía empezar abriendo la ventana, no para recibir una fresca brisa, sino para lanzarme al vacío, pues entre todas las cláusulas del contrato, una cancelaba la deuda con mi fallecimiento.  Y así, malviviendo y soñando con la muerte, pasé varios años de mi vida, entre hambre y lágrimas de cobardía por no poder poner fin a mi existencia.

 

       Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga. Será por eso que, en el peor momento de mi vida, cuando más desesperado estaba, puso a un ángel en mi camino. Quién me iba a decir, que justo en la puerta de al lado, pared con pared en mi habitación, ahí vivía el ángel que me iba a ayudar a encontrar, por fin, el camino hacia la salvación. Cuantos “buenos días” o “buenas tardes” habría intercambiado con ella sin saber lo mucho que iba a cambiar mi vida. Empezó con una conversación trivial, con un -¿qué tal estás vecino?-, a lo que le respondí -pues la verdad vecina, es que no muy bien. Todo cuanto gano es para pagar al demonio Ucifer, y apenas me queda nada para subsistir-. Y fue en ese preciso instante, que se dio una de las conversaciones más importantes de mi vida.

 

       -Yo estuve igual que tú, hace un tiempo. Es tremendamente injusto-. Me dijo mi ángel con su exótico acento, pues provenía de un país lejano.

       -Pues sí, pero no sé qué hacer. Solo vivo para pagarle cada mes y evitar así caer aún más en desgracia-.  Le contesté aguantándome las lágrimas, pues no quería mostrar lo realmente vulnerable que era.

       Me sonrió y me dijo algo que, por un momento, paró el tiempo y el espacio para mí: -No estás solo en esto, te voy a presentar a más gente en tu situación. Se está creando un grupo para luchar contra el demonio pecuniario. ¿Te gustaría formar parte? - Y mirándome a los ojos comprendió, que no necesitaba escuchar mi respuesta. Un brillo que hasta ahora no existía iluminaba mi mirada, y mis labios apretados se tornaron en una sonrisa, algo que llevaba mucho tiempo sin ocurrir. Aquella mujer que para muchos era una simple extranjera, fue mi ángel salvador. Y así fue, como me incorporé al Grupo Repercutido Empréstito, más conocido como G.R.E., un grupo de hombres y mujeres venidos de varias partes del planeta con un mismo objetivo común: derrotar al demonio.

 

       Fueron años de investigaciones, de preparar planes y sobre todo, de crecer como grupo. Durante este tiempo, mi situación era la misma en realidad, pero yo no era el mismo, pues tenía algo por lo que luchar. El fuego de la ira me consumía por dentro, pero supe canalizarlo de la mejor forma posible: luchar contra el demonio ayudando a los demás. Por todas partes aparecía gente víctima de contratos abusivos, de engaños y encantamientos. Familias enteras acudían a nuestro G.R.E. en busca de ayuda, y nosotros se la brindábamos desinteresadamente. Después de mucho tiempo, finalizamos la estrategia para enfrentarnos por fin al gran Ucifer, y así se lo hice saber a mi ángel, que, aunque aún no lo he dicho, se llamaba Lucía Isabellina. Y se alegró por mí, y por tanta gente que se quedó en el camino. Conocimos en este tiempo muchas aves con las alas rotas tratando de volar, estrellándose contra el suelo y dejando de ser por siempre jamás. Ella me abrazó y me dijo al oído unas palabras para que, llegado el momento, las pronunciara en voz alta, sin titubear y con toda la convicción posible.

 

      Dentro del entramado de entidades mediante las cuales, Ucifer explotaba nuestras vidas, localizamos un punto débil: una pequeña oficina situada estratégicamente entre dos grandes vías de comunicación, rodeada de parques y jardines, apenas a doscientos metros de la torre desde donde el infame Ucifer operaba con crueldad. Nos resultaba imposible acceder a la gran sede, pues grandes puertas de acero y cristal de varios centímetros de grosor, franqueaban el paso a cualquiera que no estuviese identificado con la marca del demonio. Pero esa pequeña oficina que pasaba completamente desapercibida, carecía de tales sistemas de seguridad. A través del boca a boca nos fuimos coordinando -ahora creo que esto en sí mismo ya fue una proeza-, cerca de doscientas cincuenta personas, todas integrantes del Grupo Repercutido Empréstito, y dispuestas a luchar hasta el fin, pues sentíamos que ya no teníamos mucho más que perder.

 

       Empezamos a entrar en la oficina de forma escalonada, haciéndonos pasar por clientes interesados en sus productos financieros. Medio centenar de nosotros nos encontrábamos ya en el interior. Mientras nos poníamos los uniformes verdes de combate, diez de nuestros mejores comandos bloquearon las puertas de la entrada. El resto que aparentaba pasear por ahí, como una mañana de viernes cualquiera, entró en tromba en la oficina, ganando la posición al asalto y tomando como rehenes a los secuaces de Ucifer. No tardaron en llegar los Siervos de Escuadrilla, un grupo militar cuya función era defender los intereses del demonio. Integrado por hombres y mujeres que no aceptaban vivir por sí mismos, no eran capaces de tomar las riendas de su vida, y preferían que fuese el demonio quién tomase las decisiones por ellos, pues les resultaba más cómodo limitarse a obedecer sin pensar nada más. Intentaron sacarnos de ahí mediante la fuerza, arrastrándonos por el suelo, amenazándonos con tomar duras represalias. Yo imaginaba a Ucifer mirándonos con arrogancia desde la altura de su oficina, sonriendo para sus adentros, creyendo en la victoria de esta batalla. Pero no contaba -y supongo que nosotros tampoco-, con la solidaridad de la gente de a pie.

 

 

       Empezaron a congregarse primero cuatro o cinco personas, luego ya varios centenares eran los que increpaban a los Siervos de Escuadrilla, impidiéndoles acercarse a la entrada de la oficina. Fue una buena posición de fuerza a nuestro favor que no desaprovechamos, reclamando una negociación para encontrar una salida a esta guerra, que de un principio dimos por perdida y que, sin embargo, teníamos la oportunidad de salir victoriosos de la batalla, aunque no de la guerra. Debido al clamor popular, al diablo no le quedó más remedio que aceptar. Un grupo reducido, compuesto por tres hombres y tres mujeres, fue el encargado de subir hasta el último piso, donde se encontraba el mismísimo Ucifer. Siempre agradeceré la confianza que depositaron mis compañeros en mí, pues encabecé el grupo y sin titubear crucé las enormes puertas del edificio. Tres esbirros aparecieron prestos a interceptarnos, agarrando a dos de los nuestros, pero en un rápido movimiento salté por encima de los parapetos que tenían preparados para encaminarme velozmente hacia las escaleras de caracol que, sin ningún tipo de duda, deberían terminar en la cámara donde se hallaba Ucifer. A mitad de camino, apareció un Siervo de Escuadrilla armado con una porra. Trató sin éxito de impedir nuestro ascenso, gracias a la rapidez de mis reflejos y a la fuerza de un compañero, que pudo empujarlo hacia las escaleras, quedando el combatiente encajonado entre la pared y la barandilla, gracias al grosor de las protecciones de su armadura, en una postura poco digna pero realmente graciosa. Y seguimos subiendo, hasta llegar a las puertas de la cámara donde me iba a encontrar cara a cara con Ucifer.

 

       Unas colosales puertas dobles de hierro, dominaban la última planta. Jamás había visto nada igual, no en vano eran las puertas del infierno. Dos columnas esculpidas con unas figuras tremendamente realistas de hombres y mujeres ardiendo en el averno, tratando de escapar del tormento, con los rostros desencajados por la agonía del dolor, enmarcaban las hojas de las puertas. Estas tenían la misma decoración, llegando a ser aún más diabólicas, pues además de los hombres y mujeres que trataban de escapar de las llamas, también pudimos ver entre las llamas esculpidas a bebés con sus pequeños rostros incapaces de entender el porqué de tanto dolor. En la parte de arriba, figuras de hombres se lanzaban al vacío hacia las llamas, abrazándose así a un fatal destino sin ningún tipo de esperanza. Una rabia terrible brotó de dentro de mí, y con una patada abrí de par en par las puertas del infierno.

 

       Allí nos esperaba Ucifer y lejos de parecer una criatura realmente salida del infierno, parecía un tipo común y corriente. Vestía un traje claro, con una camisa azul celeste a finas rayas y corbata lisa azul marino, con una fina línea roja apenas perceptible en forma de U.  Alto y delgado, tenía unos rasgos faciales completamente anodinos. Era de rostro continuado, pues era difícil ver dónde terminaba la frente debido a la considerable calvicie que mostraba, con apenas cabello en los costados, rodeando unas orejas bastante prominentes. Una gran sonrisa de autosuficiencia nos mostraba unos dientes amarillos e insanos, que rápidamente me produjeron unas arcadas, que no tuve más remedio que contener. Di siete pasos, dispuesto a enfrentarme a él. Cuando apenas lo tuve al alcance de mis puños, con un rápido gesto que provocó un gélido aire a mi alrededor, me enfrentó sosteniendo el pacto firmado tantos años atrás. No era un papel liso lleno de tinta formando palabras, sino un viejo y arrugado pergamino, escrito en sangre y manchado por miles de lágrimas que había derramado yo, durante tanto tiempo. Mirándome con desprecio y como escupiendo cada palabra, salivando salvajemente, me dijo: -¿Es esta tu firma?- Y me encontré desarmado, pues de mi puño y letra aparecía mi nombre. -¡Tú firmaste esto voluntariamente! ¿Acaso te creíste bajo un embrujo o hechizo? Eso nunca sucedió-. Yo empecé a marearme. ¿Pero qué estaba diciendo? Y siguió: -Tú viste solo lo que querías ver. Los seres humanos sois tan estúpidos que no nos hace falta ningún sortilegio para engañaros. Vosotros mismos venís como corderos a sacrificaros-, me gritó. Me empezaron a fallar las piernas y me agarré al escritorio que nos separaba, para no caerme. Y comenzó a reírse y su risa se hizo trueno. Caí de rodillas y miré hacia atrás, a mis compañeros. Vi el abatimiento en sus ojos, la renuncia a la lucha se abría paso en sus corazones. Y me acordé de aquel Ícaro muerto por saltar al vacío. Me puse en pie y grité con toda la fuerza de mis pulmones las dos frases que mi ángel me susurrara unas semanas antes: -¡IGNIS INFERNIS COLLECTA PECUNIA! ¡PECUNIARIA ET URERE INFERNUM DEMERGIS!- Al principio no ocurrió nada, pero en la mirada sorprendida de Ucifer, noté que alguna cosa iba a pasar. Nuca supe de dónde procedió, pero un rayo alcanzó al demonio en la mitad de la frente. Inmediatamente, un olor nauseabundo, mezcla de carne quemada y alcantarilla, llenó la instancia. Y empezó a disolverse en un humo negro, empezando desde los pies hacia la cabeza. Cuando ya habían desaparecido las extremidades inferiores y su torso empezaba a desaparecer, me señaló con un dedo y me gritó: -Quedan saldadas las deudas, pero tú nunca volverás a ver tu casa-. Y terminó de desaparecer.

 

 

       Fuimos recibidos con aplausos. Creo que nunca sentí tanta vergüenza como aquel día, pues nunca había sido el centro de atención, y me sentía un poco sobrepasado por los acontecimientos. Liberamos a los esbirros y poco a poco, los Siervos de Escuadrilla fueron abandonando el lugar. Nos juntamos unos cuantos, y fuimos a tomar cerveza a una taberna cercana, riendo y estrechando aún más, los vínculos de amistad y camaradería que nos unían. Esa tarde, otro ángel llegó a mi vida: una compañera de lucha con la que tuve ocasión de trabajar en los preparativos de la batalla, pero no para prepararme para un incierto destino, sino para quedarse junto a mí, y compartir la vida con los lazos del amor.

 

       Han pasado ya muchos años, y sigo estando seguro de que en realidad el demonio pecuniario sigue vivo, transformado en otro ser para pasar desapercibido, haciendo de las suyas.  El G.R.E. apenas tiene ya algún que otro seguidor, y ya no es noticia ni tiene apenas repercusión entre la gente de este reino. Yo continúo con mi guerrera, pues el amor nunca nos ha dejado de lado, y juntos superamos las dificultades del día a día, sin olvidar el pasado, aunque recordándolo cada vez menos. Ah, ¿os preguntáis qué fue de mi casa? Después de las celebraciones regresé a la mañana siguiente, de la mano de mi amor. Y aunque ella me juraba y perjuraba que el edificio estaba ahí, yo no podía verlo. Podía sentirlo con las manos, lo tocaba y ahí estaba, pero mis ojos no lo percibían. Solo veía una especie de velo hecho de nubes negras que no dejaban de moverse y que al abrirse en un pequeño claro, dejaban ver una U de color rojo. 

 

 

                                                   FIN

 

 

       Es bien diferente escribir sobre la vida de uno mismo, tal vez sea más sencillo pues no se tiene que inventar mucho, tan solo adornar los acontecimientos. No esperaba llenar seis páginas con un relato, pero este ha ido brotando apenas sin descanso. Solo hay alguna pequeña licencia que me he tomado que no es fiel a la realidad, la toma de rehenes nunca pasó. Lo demás, mejor o peor narrado, fueron hechos que sí tuve que vivir en primera persona. Y aunque aquí he tenido que omitir alguna que otra cosa, esta realidad la sufrí durante casi diez años.

 

        Tal vez no le interese a nadie, pero debo decir dos cosas. Una es, que el cuco es un ave parasitaria: pone los huevos en nidos ajenos. La otra es que UCI existe. Es una entidad de crédito sin escrúpulos propiedad a partes iguales del Banco de Santander (Satander para los que lo tuvimos que sufrir) y del banco francés BNP PARIBAS, cuyas prácticas aquí están completamente permitidas, mientras que en Estados Unidos no solo están prohibidas, sino que los máximos promotores de estas, están todos encarcelados.

        https://es.wikipedia.org/wiki/Crisis_de_las_hipotecas_subprime

        NOTICIA DEL 13 JUNIO 2021

        https://elpais.com/economia/2021-06-13/atrapadas-en-una-hipoteca-sin-fin.html


No hay comentarios:

Publicar un comentario