Hace muchos, muchos años, tuve la mala costumbre de querer resguardarme bajo un techo propio. Todas mis amistades así vivían, y yo era el único que, al parecer, no sentaba la cabeza, aunque después del paso del tiempo y sobre todo, de los acontecimientos, creo sinceramente que, en realidad, era el único que aún gozaba algo de libertad.
Tuve que
volar y dejar atrás el nido, porque en ocasiones, si uno abusa demasiado de las
circunstancias, un polluelo puede transformarse en un parásito y no en un ave
de provecho. Yo quise ser halcón y no un cuco, así que dirigí mi vuelo hacia
una oficina de bienes raíces; pero no una cualquiera, esta debía llamarme la
atención por algún detalle especial, tenía que guiarme por el radar invisible
de la intuición. Y después de mucho vuelo, aterricé en una que ya nunca
olvidaré.
Era una oficina pequeñita, encajonada entre
dos grandes y anodinos edificios. Para poder entrar, tenías que subir cuatro
pequeños escalones flanqueados por enormes jardineras, con unas maravillosas
hortensias en flor a pesar de estar a principios de mayo. Regentaba la oficina
una mujer alta, generosa en curvas, con un cabello liso, muy bonito, de color
castaño. Simpática y amable, nunca imaginé que debajo de esa amigable fachada
se escondía una auténtica bruja, de las de verruga y caldero. Sí, debo confesar
que me hechizó y no supe reaccionar a tiempo. Ahora lo sé, no fue su físico ni
su carácter, sino un sortilegio hecho con la fuerza de las palabras; VARIABLE,
IRPH, CARENCIA Y CAPITAL, AVAL Y AMORTIZACIÓN...; palabras que aún hoy me
cuesta repetir, pero hago el esfuerzo por si algún día alguien lee este
manuscrito, y tal vez esté a tiempo de sortearlas. Salí de ahí con la promesa y
la felicidad de quien ya se cree un próspero adulto propietario de una casa.
Durante una
semana o quizás algo más, estuve visitando hogares en venta. Tal vez ahí
debería haberme dado cuenta de que algo no iba bien. No eran viviendas soleadas
rodeadas de verdor, ni tampoco bonitos edificios de algún estilo clásico. En
ocasiones, para acceder a alguna de ellas, uno tenía que subir por oscuras
escaleras; también la situación de la mayoría estaba demasiado apartada del
núcleo urbano y del movimiento de la vida mundana, con demasiada poca
iluminación en los alrededores, y tal vez en un destello de claridad mental, no
me decidí por ninguna. Pero recuerdo muy bien cuando vi mi futura casa.
Había anochecido ya, y caminando me llevaron desde la oficina de bienes raíces hasta un barrio multicultural y cosmopolita. Era un edificio de siete pisos, con estrechos balcones llenos de flores y banderas ondeando al viento nocturno. Una puerta de hierro y cristal se abría hacia un hall de estilo antiguo con dos escaleras, una cercana a la entrada y la otra un poquito más oscura situada al final, y hacia allí nos dirigimos el visitador y yo para subir al primer piso. Recuerdo asombrarme un poco, de la diferencia de estilo entre el exterior y el interior del piso -que según me comentaron, estaba recién reformado-, y la verdad es que me gustó mucho. El hechizo desde luego era muy potente, y así como en otra ocasión tuve un pequeño destello de realidad, aquí no se dio este fenómeno, y no pude ver ninguna característica negativa. Fue mucho más tarde cuando pude ver que no eran flores ni banderas, sino trastos y ropa tendida.
Pero al cabo de poco la bruja y yo
firmamos un pacto y gracias a mis progenitores que me apoyaron con su propio
nido, me convertí en el propietario de cincuenta y cinco metros cuadrados de
hogar. Durante cuarenta años debería abonar al superior de la bruja, -un
demonio pecuniario llamado Ucifer-, una pequeña suma cada treinta días. Más
tarde ese pacto se convirtió en terror, y casi me cuesta la vida.
¡Oh! ¡Pero qué
tiempos más felices viví! Sacando genio, fuerza y habilidades de donde no sabía
que las tenía, realicé algunos arreglos en la casa. Tenía tres habitaciones, un
comedor, una cocina y un pequeño baño. Pinté dos habitaciones con colores
especiales; una verde con salpicaduras de otros tonos de verde y blanco, otra
de color mostaza con trazos rojizos, el comedor azul claro con salpicaduras
verdes y azul marino, y dejé en blanco la habitación destinada a tender la
colada, por asociación con la limpieza. Cambié las lámparas del comedor y de mi
habitación. Vaya un electricista con pánico a la electricidad estaba hecho,
pero era tan feliz que era capaz de superar mis miedos. Me deshice de una mesa
de cristal enorme que ocupaba la mayor parte del comedor, y que a mi parecer
estorbaba más que otra cosa. Era una mesa curiosa, pues la base era una
escultura en negro de una mujer desnuda que con la cabeza y las rodillas
sostenía el cristal. Solo cuando me dediqué a limpiar y desinfectar el baño
concienzudamente -porque tengo mis propias manías-, me di cuenta de que no
estaba solo.
Indestructibles,
veloces y marrones eran mis acompañantes. No sé si fue cosa de que el hechizo
empezaba a perder su poder y su influjo sobre mí, pero los días siguientes me
abofetearon con la realidad del desastre anunciado, de la profecía no
pronunciada en voz alta, y que, sin embargo, me apuñalaba el corazón en cada
palpitar. En la noche, si tenía que ir al baño o a tomar un vaso de agua a la
cocina, inconscientemente buscaba con la mirada, como si fuese un sapo
hambriento, a las malditas cucarachas. Y no tenía que buscar mucho, pues casi
siempre encontraba alguna, y solo los dioses saben, que moría un poco por
dentro, cada vez que aplastaba a una de ellas, del asco infinito que me producía.
Solo una vez
miré por una ventana de casa. Daba a una isla interior en forma de cuadrado,
como el patio de una cárcel, formado por grandes edificios viejos y decrépitos.
La maleza y las malas hierbas crecían sin control alguno y pensé -menudas
vistas más feas, pero aún veo algo verde, aunque sean malas hierbas-, cuando de
una zona arenosa libre de vegetación, salieron siete u ocho ratas, grandes como
gatos. Nunca más volví a asomarme por ninguna ventana de la casa.
Y transcurrían los días con cierta normalidad, yendo del trabajo hasta el hogar, sintiéndome seguro entre las cuatro paredes de la casa, a pesar de todo. Intenté ver la parte positiva de las cosas, ver un poco más el lado bonito de la vida. Tal vez no vivía en un barrio muy encantador, pero sí era cómodo vivir allí. Tenía todo tipo de comercios a un paso, podía comprar desde flores hasta zapatos, miel o incluso trajes: de todo podía encontrar cerca de casa, y decidí que era un buen sitio donde vivir, a pesar del aspecto gris de los edificios y de la suciedad de las calles. En esas cavilaciones andaba yo mientras regresaba del trabajo cuando llevaba quince días viviendo en mi nuevo hogar, y ocurrió que, llegando a la puerta de mi edificio, vi una gran congregación de personas. Como no conocía a nadie, me fui abriendo paso entre la gente para ver qué era lo que ocurría, y lo vi. En la acera yacía el cuerpo de un hombre de unos cincuenta años, que parecía dormir un sueño profundo, de no ser por el gran charco púrpura que se extendía como si fuese un cojín bajo su cabeza, salpicado con restos gelatinosos de un color grisáceo. Horrorizado, retrocedí, y fue entonces cuando entre el sonido de una sirena que se acercaba pude oír a alguien que decía -ha saltado desde el sexto piso-. Un triste Ícaro que nunca tuvo alas, ni intención de tenerlas. El hechizo de la bruja terminó por deshacerse, pero en ese momento, empezó la maldición, que tardaría mil cien días en manifestarse.
Tres años
después, en una soleada mañana, recibí una carta con un extraño símbolo. La
abrí y era la copia del contrato que en su día firmé con la bruja, pero con una
hoja extra con un extraño encabezado que decía “REVISIÓN TRIENAL DE SU
ENDEUDAMIENTO”, y entre muchas palabras sin sentido para mí y que no era capaz
de entender, pude descubrir el asunto de tan extraña misiva: ahora tendría que
pagar mensualmente una cantidad que duplicaba la acordada en un principio. Al
parecer, mediante engaños y argucias y entre la multitud de párrafos del pacto
firmado, había una cláusula que permitía a Ucifer subir el importe a los tres
años. Qué terrible situación, pues con mi humilde trabajo no sería posible para
mí tal desembolso. Si no hacía frente a estos pagos, me quitarían mi casa, y lo
que es peor, privarían a mis padres del nido que habían construido y protegido
durante toda su vida; aquellos que me dieron la vida, iban a quedarse sin un
techo donde cobijarse. Dos personas ancianas malviviendo en la calle y sin
tener recursos para intentar habitar otro espacio. Y todo por el pacto infame que
firmé bajo el hechizo de la maldita bruja. Todo por mi culpa, por mis ansias de
volar. Esa misma tarde acudí sin demora a la oficina de bienes raíces, a
visitar a la bruja y pedirle explicaciones por semejante engaño. Cuando llegué
pude ver con horror, como ya no existía ninguna oficina. En lugar del cartel
solo había una mancha; cualquier persona que pasease por allí, solo vería una
oscura sombra que recordaba que algún día en ese preciso espacio hubo algo, y
desgraciadamente, yo sabía el qué. Me sentí más solo y abandonado que nunca.
Fueron
tiempos muy duros y difíciles. Tuve que alimentarme con sopas de hortalizas,
verduras y algo de pan, prácticamente nunca podía comer carne y mucho menos
pescado. Algo tan simple como comprarme unos pantalones pasó a ser un lujo
inalcanzable. Recuerdo caer enfermo y no poder costearme ni el remedio que una
maga me recetó. A veces entraba en alguna taberna con mi morral y pedía un
café, así podía ir a las letrinas sin levantar sospechas y robar las hojas de
limpieza que solían estar formando un pequeño rollo. De mi trabajo robaba el
jabón necesario para mi higiene personal. Cada noche al acostarme me acordaba
de aquel triste Ícaro, y pensaba que ahora ya comprendía por qué voló sin
querer unas alas; yo también empezaba a pensar que la solución a todos mis
problemas podía empezar abriendo la ventana, no para recibir una fresca brisa,
sino para lanzarme al vacío, pues entre todas las cláusulas del contrato, una
cancelaba la deuda con mi fallecimiento.
Y así, malviviendo y soñando con la muerte, pasé varios años de mi vida,
entre hambre y lágrimas de cobardía por no poder poner fin a mi existencia.
Dicen que
Dios aprieta, pero no ahoga. Será por eso que, en el peor momento de mi vida,
cuando más desesperado estaba, puso a un ángel en mi camino. Quién me iba a
decir, que justo en la puerta de al lado, pared con pared en mi habitación, ahí
vivía el ángel que me iba a ayudar a encontrar, por fin, el camino hacia la
salvación. Cuantos “buenos días” o “buenas tardes” habría intercambiado con
ella sin saber lo mucho que iba a cambiar mi vida. Empezó con una conversación
trivial, con un -¿qué tal estás vecino?-, a lo que le respondí -pues la verdad
vecina, es que no muy bien. Todo cuanto gano es para pagar al demonio Ucifer, y
apenas me queda nada para subsistir-. Y fue en ese preciso instante, que se dio
una de las conversaciones más importantes de mi vida.
-Yo estuve
igual que tú, hace un tiempo. Es tremendamente injusto-. Me dijo mi ángel con
su exótico acento, pues provenía de un país lejano.
-Pues sí,
pero no sé qué hacer. Solo vivo para pagarle cada mes y evitar así caer aún más
en desgracia-. Le contesté aguantándome
las lágrimas, pues no quería mostrar lo realmente vulnerable que era.
Me sonrió y
me dijo algo que, por un momento, paró el tiempo y el espacio para mí: -No
estás solo en esto, te voy a presentar a más gente en tu situación. Se está
creando un grupo para luchar contra el demonio pecuniario. ¿Te gustaría formar
parte? - Y mirándome a los ojos comprendió, que no necesitaba escuchar mi
respuesta. Un brillo que hasta ahora no existía iluminaba mi mirada, y mis
labios apretados se tornaron en una sonrisa, algo que llevaba mucho tiempo sin
ocurrir. Aquella mujer que para muchos era una simple extranjera, fue mi ángel
salvador. Y así fue, como me incorporé al Grupo Repercutido Empréstito, más
conocido como G.R.E., un grupo de hombres y mujeres venidos de varias partes
del planeta con un mismo objetivo común: derrotar al demonio.
Fueron años
de investigaciones, de preparar planes y sobre todo, de crecer como grupo.
Durante este tiempo, mi situación era la misma en realidad, pero yo no era el
mismo, pues tenía algo por lo que luchar. El fuego de la ira me consumía por
dentro, pero supe canalizarlo de la mejor forma posible: luchar contra el
demonio ayudando a los demás. Por todas partes aparecía gente víctima de
contratos abusivos, de engaños y encantamientos. Familias enteras acudían a
nuestro G.R.E. en busca de ayuda, y nosotros se la brindábamos desinteresadamente.
Después de mucho tiempo, finalizamos la estrategia para enfrentarnos por fin al
gran Ucifer, y así se lo hice saber a mi ángel, que, aunque aún no lo he dicho,
se llamaba Lucía Isabellina. Y se alegró por mí, y por tanta gente que se quedó
en el camino. Conocimos en este tiempo muchas aves con las alas rotas tratando
de volar, estrellándose contra el suelo y dejando de ser por siempre jamás.
Ella me abrazó y me dijo al oído unas palabras para que, llegado el momento,
las pronunciara en voz alta, sin titubear y con toda la convicción posible.
Dentro del entramado de entidades mediante
las cuales, Ucifer explotaba nuestras vidas, localizamos un punto débil: una
pequeña oficina situada estratégicamente entre dos grandes vías de
comunicación, rodeada de parques y jardines, apenas a doscientos metros de la
torre desde donde el infame Ucifer operaba con crueldad. Nos resultaba
imposible acceder a la gran sede, pues grandes puertas de acero y cristal de
varios centímetros de grosor, franqueaban el paso a cualquiera que no estuviese
identificado con la marca del demonio. Pero esa pequeña oficina que pasaba
completamente desapercibida, carecía de tales sistemas de seguridad. A través
del boca a boca nos fuimos coordinando -ahora creo que esto en sí mismo ya fue
una proeza-, cerca de doscientas cincuenta personas, todas integrantes del
Grupo Repercutido Empréstito, y dispuestas a luchar hasta el fin, pues
sentíamos que ya no teníamos mucho más que perder.
Empezamos a
entrar en la oficina de forma escalonada, haciéndonos pasar por clientes
interesados en sus productos financieros. Medio centenar de nosotros nos
encontrábamos ya en el interior. Mientras nos poníamos los uniformes verdes de
combate, diez de nuestros mejores comandos bloquearon las puertas de la entrada.
El resto que aparentaba pasear por ahí, como una mañana de viernes cualquiera,
entró en tromba en la oficina, ganando la posición al asalto y tomando como
rehenes a los secuaces de Ucifer. No tardaron en llegar los Siervos de
Escuadrilla, un grupo militar cuya función era defender los intereses del
demonio. Integrado por hombres y mujeres que no aceptaban vivir por sí mismos,
no eran capaces de tomar las riendas de su vida, y preferían que fuese el
demonio quién tomase las decisiones por ellos, pues les resultaba más cómodo
limitarse a obedecer sin pensar nada más. Intentaron sacarnos de ahí mediante
la fuerza, arrastrándonos por el suelo, amenazándonos con tomar duras
represalias. Yo imaginaba a Ucifer mirándonos con arrogancia desde la altura de
su oficina, sonriendo para sus adentros, creyendo en la victoria de esta
batalla. Pero no contaba -y supongo que nosotros tampoco-, con la solidaridad
de la gente de a pie.
Empezaron a
congregarse primero cuatro o cinco personas, luego ya varios centenares eran
los que increpaban a los Siervos de Escuadrilla, impidiéndoles acercarse a la
entrada de la oficina. Fue una buena posición de fuerza a nuestro favor que no
desaprovechamos, reclamando una negociación para encontrar una salida a esta
guerra, que de un principio dimos por perdida y que, sin embargo, teníamos la
oportunidad de salir victoriosos de la batalla, aunque no de la guerra. Debido
al clamor popular, al diablo no le quedó más remedio que aceptar. Un grupo
reducido, compuesto por tres hombres y tres mujeres, fue el encargado de subir
hasta el último piso, donde se encontraba el mismísimo Ucifer. Siempre
agradeceré la confianza que depositaron mis compañeros en mí, pues encabecé el
grupo y sin titubear crucé las enormes puertas del edificio. Tres esbirros
aparecieron prestos a interceptarnos, agarrando a dos de los nuestros, pero en
un rápido movimiento salté por encima de los parapetos que tenían preparados
para encaminarme velozmente hacia las escaleras de caracol que, sin ningún tipo
de duda, deberían terminar en la cámara donde se hallaba Ucifer. A mitad de
camino, apareció un Siervo de Escuadrilla armado con una porra. Trató sin éxito
de impedir nuestro ascenso, gracias a la rapidez de mis reflejos y a la fuerza
de un compañero, que pudo empujarlo hacia las escaleras, quedando el
combatiente encajonado entre la pared y la barandilla, gracias al grosor de las
protecciones de su armadura, en una postura poco digna pero realmente graciosa.
Y seguimos subiendo, hasta llegar a las puertas de la cámara donde me iba a
encontrar cara a cara con Ucifer.
Unas
colosales puertas dobles de hierro, dominaban la última planta. Jamás había visto
nada igual, no en vano eran las puertas del infierno. Dos columnas esculpidas
con unas figuras tremendamente realistas de hombres y mujeres ardiendo en el
averno, tratando de escapar del tormento, con los rostros desencajados por la
agonía del dolor, enmarcaban las hojas de las puertas. Estas tenían la misma
decoración, llegando a ser aún más diabólicas, pues además de los hombres y
mujeres que trataban de escapar de las llamas, también pudimos ver entre las
llamas esculpidas a bebés con sus pequeños rostros incapaces de entender el
porqué de tanto dolor. En la parte de arriba, figuras de hombres se lanzaban al
vacío hacia las llamas, abrazándose así a un fatal destino sin ningún tipo de
esperanza. Una rabia terrible brotó de dentro de mí, y con una patada abrí de
par en par las puertas del infierno.
Allí nos
esperaba Ucifer y lejos de parecer una criatura realmente salida del infierno,
parecía un tipo común y corriente. Vestía un traje claro, con una camisa azul
celeste a finas rayas y corbata lisa azul marino, con una fina línea roja
apenas perceptible en forma de U. Alto y
delgado, tenía unos rasgos faciales completamente anodinos. Era de rostro
continuado, pues era difícil ver dónde terminaba la frente debido a la
considerable calvicie que mostraba, con apenas cabello en los costados,
rodeando unas orejas bastante prominentes. Una gran sonrisa de autosuficiencia
nos mostraba unos dientes amarillos e insanos, que rápidamente me produjeron
unas arcadas, que no tuve más remedio que contener. Di siete pasos, dispuesto a
enfrentarme a él. Cuando apenas lo tuve al alcance de mis puños, con un rápido
gesto que provocó un gélido aire a mi alrededor, me enfrentó sosteniendo el
pacto firmado tantos años atrás. No era un papel liso lleno de tinta formando palabras,
sino un viejo y arrugado pergamino, escrito en sangre y manchado por miles de
lágrimas que había derramado yo, durante tanto tiempo. Mirándome con desprecio
y como escupiendo cada palabra, salivando salvajemente, me dijo: -¿Es esta tu
firma?- Y me encontré desarmado, pues de mi puño y letra aparecía mi nombre.
-¡Tú firmaste esto voluntariamente! ¿Acaso te creíste bajo un embrujo o
hechizo? Eso nunca sucedió-. Yo empecé a marearme. ¿Pero qué estaba diciendo? Y
siguió: -Tú viste solo lo que querías ver. Los seres humanos sois tan estúpidos
que no nos hace falta ningún sortilegio para engañaros. Vosotros mismos venís
como corderos a sacrificaros-, me gritó. Me empezaron a fallar las piernas y me
agarré al escritorio que nos separaba, para no caerme. Y comenzó a reírse y su
risa se hizo trueno. Caí de rodillas y miré hacia atrás, a mis compañeros. Vi
el abatimiento en sus ojos, la renuncia a la lucha se abría paso en sus
corazones. Y me acordé de aquel Ícaro muerto por saltar al vacío. Me puse en
pie y grité con toda la fuerza de mis pulmones las dos frases que mi ángel me
susurrara unas semanas antes: -¡IGNIS INFERNIS COLLECTA PECUNIA! ¡PECUNIARIA ET
URERE INFERNUM DEMERGIS!- Al principio no ocurrió nada, pero en la mirada
sorprendida de Ucifer, noté que alguna cosa iba a pasar. Nuca supe de dónde
procedió, pero un rayo alcanzó al demonio en la mitad de la frente.
Inmediatamente, un olor nauseabundo, mezcla de carne quemada y alcantarilla,
llenó la instancia. Y empezó a disolverse en un humo negro, empezando desde los
pies hacia la cabeza. Cuando ya habían desaparecido las extremidades inferiores
y su torso empezaba a desaparecer, me señaló con un dedo y me gritó: -Quedan
saldadas las deudas, pero tú nunca volverás a ver tu casa-. Y terminó de
desaparecer.
Fuimos
recibidos con aplausos. Creo que nunca sentí tanta vergüenza como aquel día,
pues nunca había sido el centro de atención, y me sentía un poco sobrepasado
por los acontecimientos. Liberamos a los esbirros y poco a poco, los Siervos de
Escuadrilla fueron abandonando el lugar. Nos juntamos unos cuantos, y fuimos a
tomar cerveza a una taberna cercana, riendo y estrechando aún más, los vínculos
de amistad y camaradería que nos unían. Esa tarde, otro ángel llegó a mi vida:
una compañera de lucha con la que tuve ocasión de trabajar en los preparativos
de la batalla, pero no para prepararme para un incierto destino, sino para
quedarse junto a mí, y compartir la vida con los lazos del amor.
Han pasado ya
muchos años, y sigo estando seguro de que en realidad el demonio pecuniario
sigue vivo, transformado en otro ser para pasar desapercibido, haciendo de las
suyas. El G.R.E. apenas tiene ya algún
que otro seguidor, y ya no es noticia ni tiene apenas repercusión entre la
gente de este reino. Yo continúo con mi guerrera, pues el amor nunca nos ha
dejado de lado, y juntos superamos las dificultades del día a día, sin olvidar
el pasado, aunque recordándolo cada vez menos. Ah, ¿os preguntáis qué fue de mi
casa? Después de las celebraciones regresé a la mañana siguiente, de la mano de
mi amor. Y aunque ella me juraba y perjuraba que el edificio estaba ahí, yo no
podía verlo. Podía sentirlo con las manos, lo tocaba y ahí estaba, pero mis
ojos no lo percibían. Solo veía una especie de velo hecho de nubes negras que no
dejaban de moverse y que al abrirse en un pequeño claro, dejaban ver una U de
color rojo.
FIN
Es bien
diferente escribir sobre la vida de uno mismo, tal vez sea más sencillo pues no
se tiene que inventar mucho, tan solo adornar los acontecimientos. No esperaba
llenar seis páginas con un relato, pero este ha ido brotando apenas sin
descanso. Solo hay alguna pequeña licencia que me he tomado que no es fiel a la
realidad, la toma de rehenes nunca pasó. Lo demás, mejor o peor narrado, fueron
hechos que sí tuve que vivir en primera persona. Y aunque aquí he tenido que
omitir alguna que otra cosa, esta realidad la sufrí durante casi diez años.
Tal vez no le interese a nadie, pero debo decir dos cosas. Una es, que el cuco es un ave parasitaria: pone los huevos en nidos ajenos. La otra es que UCI existe. Es una entidad de crédito sin escrúpulos propiedad a partes iguales del Banco de Santander (Satander para los que lo tuvimos que sufrir) y del banco francés BNP PARIBAS, cuyas prácticas aquí están completamente permitidas, mientras que en Estados Unidos no solo están prohibidas, sino que los máximos promotores de estas, están todos encarcelados.
https://es.wikipedia.org/wiki/Crisis_de_las_hipotecas_subprime
NOTICIA DEL 13 JUNIO 2021
https://elpais.com/economia/2021-06-13/atrapadas-en-una-hipoteca-sin-fin.html
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