jueves, 20 de octubre de 2022

La Luna es una cruel amante (Reseña)

 

 




        La luna es una cruel amante (del original en inglés “The Moon is a Harsh Mistress”), es, tal vez, una de las mejores novelas de Robert A. Heinlein. En esta novela, se narra la historia del conflicto entre los habitantes de la Luna y los gobiernos de la Tierra. Los selenitas, quieren conseguir la independencia, para dejar de depender de los gobiernos de la Tierra, y hacer que sus leyes sean pactos entre seres libres, consiguiendo así, un sistema “anarquista racional”. 

 

            Entre los personajes principales, se encuentran Manuel “Mannie” García, técnico de computadoras; Wyoming “Wyoh” Knott-Davies, una rebelde instigadora política que se opone a la Autoridad Lunar; el profesor revolucionario Bernardo de la Paz, anarquista racional; y uno de los mejores personajes que Heinlein haya creado nunca: Holmes IV “Mike”, que es el ordenador de la Autoridad Lunar que toma conciencia de sí mismo y tiene como afición el análisis del humor humano.

 

            Esta obra fue finalista del premio Nébula a la mejor novela de 1966, y en 1967 ganó el prestigioso premio Hugo a la mejor novela. Debo decir, que fue la segunda novela que leí de Robert A. Heinlein (la primera fue Viernes, “Friday” en su título original), y me encantó. Este gran maestre de la ciencia ficción, ha sido tildado con infinidad de adjetivos, que van desde fascista (especialmente por Tropas del Espacio, “Starship troopers” en el original inglés) a hippie (por la novela que fue casi una biblia para ese movimiento, titulada Forastero en tierra extraña, “Stranger in a Strange Land” en su título original en inglés). Solo Heinlein es capaz, en una misma obra, de alabar un sistema político para, más tarde, destruirlo por completo con los mismos argumentos sólidos con los que anteriormente lo defendía. Es una de las mejores obras de este escritor, y me ha influenciado claramente para mi próxima novela. Si te gusta la buena ciencia ficción, es de obligada lectura. 

 



 

lunes, 10 de octubre de 2022

Despensa (Relato)

 



  

          “Para sobrevivir como especie, a la larga debemos viajar hacia las estrellas”. Sin duda alguna, es una gran frase. Se la debemos a Stephen Hawking, uno de los mejores científicos de la historia. La humanidad, tenía que abandonar la Tierra y el siguiente paso, era el espacio. Me pregunto, qué diría ahora Hawking, ya que salir a colonizar nuestro sistema solar, fue lo que precipitó la aparición de los Orloks.

 

            —¡Eh! ¿Me oís? Tengo hambre —Golpeé con la bandeja vacía de la comida, contra la puerta metálica de la celda.

            Al cabo de unos instantes, se abrió una pequeña trampilla en la pared trasera, con otra bandeja de comida, llena a rebosar. Afortunadamente, estos sucios alienígenas, no me quieren matar de hambre. Claro que, la comida no es muy deliciosa. Es una especie de espaguetis, excesivamente cocidos, blandos e insípidos, aderezados con un líquido de color negro, que tiene cierto regusto a mentol. Al final, he terminado por acostumbrarme.

 

            Todo empezó después de estrenar la quinta base marciana.  La verdad es que no nos iba mal del todo. No se podía decir, que los asentamientos fuesen autónomos, pero ya producíamos la suficiente energía para cubrir nuestras necesidades, y en los invernaderos, las primeras verduras crecían extraordinariamente bien. En el séptimo año de colonización, un equipo de exploración encontró una cueva, al pie del Valles Marineris. En su interior, hallaron restos de una antigua civilización. Objetos tecnológicos, cuyo uso no podíamos ni imaginar, aparecían semi enterrados en el polvo marciano que conseguía entrar, gracias a las tormentas. Rápidamente, se formó un equipo para investigar estas reliquias, formado por el astrofísico Simon Wiesner; la Dra. Sanabria, bióloga; y para la parte de ingeniería electrónica, me incluyeron a mí, Mark Tandus.

 

            Las investigaciones fueron, siendo sincero, bastante mal. No nos llevábamos bien entre nosotros, y eso, al final, repercutía en el desarrollo de nuestro trabajo. Supongo, que todos queríamos ser la primera persona en descubrir algo importante, y pasar así, de ser unos científicos anónimos, a entrar en los libros de historia. También, he de decir en nuestro favor, que no contamos con mucho tiempo para estudiar estos artefactos. En la tercera semana, mientras manipulaba uno de estos dispositivos, se activó, proyectando unas ondas de radio tremendamente potentes. Al cabo de siete días, aparecieron los Orloks.

 

            Les llamamos así, por la semejanza con el personaje creado aparecido en la película de F. W. Murnau, Nosferatu, e interpretado por Max Schreck. Una raza humanoide, calva, con largos y desproporcionados brazos, y con los característicos dos colmillos en la parte superior de su dentadura, solo les faltaba disponer de unas pobladas cejas y vestir sobriamente para semejarse por completo, al vampiro. Aunque, en honor a la verdad, no se alimentan de sangre humana, al menos, que sepamos. De hecho, desconocemos su alimentación. Sobre lo que no hay duda, es de que es una especie inteligente, algo obvio, ya que dominan el viaje interestelar, no como nosotros, que estamos limitados a una pequeña parte de nuestro sistema solar.

 

            Una gran nave en forma de puro apareció en los cielos de Nueva York, justo encima de la sede de la ONU. Minutos más tarde, gracias a una pequeña nave lanzadera, se presentó una pequeña comitiva compuesta por cuatro de estos seres. El revuelo que se formó, fue excepcional. De inmediato, se improvisó un grupo diplomático que nos representase a los humanos. Las televisiones de todo el planeta conectaron en directo, para el momento en que, por primera vez en la historia, iniciáramos un contacto con otros seres inteligentes, venidos de otra parte del universo. La doctora Anne de Rohs, una de las diplomáticas seleccionadas para el apresurado encuentro, era especialista en lingüística. Fue la encargada en hablar con estos seres, y mediante gestos, hacerles pasar al interior del edificio.

 

 

            En cuanto llegaron a una pequeña sala de conferencias, abarrotada de medios de comunicación, la doctora Rohs, comenzó su discurso de bienvenida. Otra muestra de la inteligencia de estos seres extraterrestres, es la habilidad comunicativa de la que hicieron gala, interrumpiendo la alocución de la doctora, y expresando en un perfecto inglés, los motivos de su visita: necesitaban mano de obra para trabajos en su planeta de origen. Así, sin más, sin nada a cambio. La humanidad tenía veinticuatro horas para rendirse y, ofrecerles un millón de seres humanos, al menos, para empezar. De lo contrario, empezarían arrasando nuestras colonias en Marte y en la Luna, para, después, llevar la guerra hasta la Tierra. El mutismo que se produjo a continuación fue sobrecogedor. Hasta que un miembro del séquito terrestre, coronel del ejército norteamericano, rompió aquel silencio con un estruendoso disparo, en la cabeza del extraterrestre que hacía unos segundos, nos había lanzado aquel ultimátum.

 

            Al cabo de unos días, una gran flota arribó a nuestro sistema. Lógicamente, cumplieron sus amenazas. La humanidad había vuelto a la cuna de la civilización, otra vez, estábamos constreñidos a nuestro planeta, ya que perdimos todas las colonias. Debo decir, que solo mataron a una pequeña minoría, la justa para hacerse con el control. Después nos llevaron presos a sus naves. Desconozco cuanto tiempo hace de estos hechos. Estoy solo en esta celda, y no sé qué ha sido de mis congéneres. Supongo, que sigo de viaje con destino a la esclavitud.

 

            Algo ha sucedido. Las luces que yo creía sempiternas, se apagaron. Al cabo de un rato, la celda se iluminó en rojo. Debe ser el color universal de algo que no va bien. La puerta de la celda, se abrió.

            —Humano, debes acompañarme, —el Orlok tomó mi muñeca, y me puso una especie de esposas de energía, y rodeó la suya en el otro extremo— la nave va a estrellarse.

            —¿Y si me niego?— Todavía conservaba algo de orgullo.

            —Entonces morirás sin remedio—. Contestó.

            —De acuerdo. ¿A dónde vamos?

            El Orlok me arrastró sin dar más explicaciones, y salimos a un corredor oscuro, donde por lo poco que pude ver, el caos imperaba. Humanos libres de sus celdas corrían sin un destino concreto. Algunos Orloks trataban de detenerlos, y otros simplemente huían hacia el extremo del corredor. Nosotros fuimos en esa dirección. Cuando abandonamos la zona de las celdas, me dejé llevar hacia una zona atestada de estos alienígenas, que, de igual modo, llevaban a otros compatriotas terrestres. A empujones y de malas maneras, mi captor consiguió llegar hasta la primera fila. Entró en una pequeña estancia y tiró de mí con tal violencia, que casi me arranca el brazo. Al instante, pulsó un botón y se cerró el compartimento. Nos sentamos y del techo descendió una especie de red que nos apretó contra los asientos, impidiendo nuestro movimiento. Al cabo de un segundo, noté unas fuertes vibraciones. ¡Estábamos en una cápsula de escape!

 

 

            Nos estrellamos en la superficie de un planeta al cabo de unas horas de viaje. Afortunadamente, la red fue suficiente protección para el impacto. Salimos al exterior, y el Orlok, que hasta ahora se había mostrado sereno, se puso a emitir unos extraños gimoteos. Consultaba un panel incrustado en la manga de la armadura.

            —¿Qué ocurre?— Pregunté.

            —No sé qué planeta es este. Es desconocido para mí.

            —Pero... ¿Cómo es posible?

            —Hubo una explosión a bordo, desconozco el motivo o la causa. Andando —y dio un fuerte tirón que me impulsó a ponerme en marcha.

 

            Caminamos sobre un manto de vegetación de color rojizo, de una textura similar al algodón. Las gotas de rocío mojaban levemente mis pies, ofreciéndome una sensación de frescor al caminar. Olía a una mezcla de ozono y pino, algo curioso, ya que no se divisaba árbol alguno. El paisaje extraterrestre se encontraba en penumbra, pues se divisaba un sol en retirada, casi en la línea del horizonte. A unos pocos kilómetros, la planicie se interrumpía drásticamente por culpa de una cadena montañosa. La montaña más cercana, tenía unas escarpadas laderas, de ascenso muy complicado. Por suerte, en la parte inferior encontramos unas cuevas. Nos adentramos en una de ellas, y el Orlok iluminó el interior gracias a un dispositivo de su traje. Era muy pequeña, aunque para resguardarnos los dos, había espacio más que de sobras. Las paredes estaban decoradas con una especie de glifos, en una gama de colores terrosos. Eso nos indicó que en algún momento había estado ocupada.

            —¿Puedes quitarme esto? —Dije señalando las esposas de energía—. No voy a escapar, aquí no parece que haya a dónde ir, ¿no crees?

            El Orlok asintió con la cabeza, después de observarme por un largo tiempo, como estudiando la situación. Me rasgué la camiseta para obtener una tira de tela, con la que envolví mi muñeca adolorida. Como me sentía terriblemente cansado, me estiré como pude en el duro suelo de roca, y me dormí.

 

            Me desperté con un sobresalto, al notar la apestosa mano del Orlok tapándome la boca.

            —No hagas ruido —susurró.

            —¿Pero qué diablos...?

            Varias figuras no muy estilizadas aparecieron en la entrada de la cueva. Se acercaron directamente hacia nosotros, y el Orlok abrió fuego con su arma. Los proyectiles impactaron directamente en el torso del ser que estaba más cerca de nosotros, pero no le ocasionaron herida alguna. Eran seres de gran altura y de complexión fuerte. Eran bípedos y de aspecto humanoide, pues disponían de dos largas piernas y de dos fuertes brazos, terminados en unas manos de siete dedos. Despedían un fuerte olor animal, ocre y sucio. Estaban completamente cubiertos de un pelo grueso, negro a franjas anaranjadas. De un manotazo desarmaron al Orlok y, utilizando unas rudimentarias cuerdas, nos hicieron prisioneros.

 

 

            Nos obligaron a marchar durante toda la mañana, sin permitirnos descansar. A primera hora de la tarde, arribamos a un bosque. Caminamos durante un par de horas, hasta que llegamos a un poblado. De la parte trasera de la villa, nos llegaba un rumor de agua. Estaba sediento, y hubiese dado la mitad de los años que me restaban de vida, por beberme un buen vaso. Nos metieron en una jaula hecha de gruesos troncos, y afortunadamente, nos dieron de beber. Una especie de vaso de arcilla, contenía un líquido turbio, pero que no dudé y lo bebí con avidez. El Orlok, accionó un dispositivo del traje, de la parte pectoral derecha, salió un fino láser de color azul, con el que trató de cortar los troncos, en un fútil intento de escapar del cautiverio. Uno de estos seres se apercibió de las intenciones y entró rápidamente en la jaula y con un fuerte tirón, arrancó la armadura de combate, dejando a mi ex captor completamente desnudo. Lanzó la armadura fuera, y nos dio un manotazo a cada uno, dejándonos algo aturdidos en el suelo de la prisión. 

 

            Al día siguiente, una suave brisa refrescaba el ambiente del día que recién se iniciaba. Del centro del poblado, una columna de humo negro ascendía hacia el cielo, y perfumaba el aire con el olor a madera. Me hizo recordar mi niñez, en las cálidas noches de invierno, sentando enfrente de la chimenea, leyendo cómics de aventuras. Mi compañero de cautiverio, despertó de mal humor, y no tenía muchas ganas de conversación. Pero había algo que me reconcomía en mi interior, y necesitaba poner algo de luz en esa cuestión.

            —Necesito saber una cosa —le miré fijamente, tratando de no mostrar la repulsión que me producía su cara—. ¿Por qué me salvaste? En medio del caos que reinaba en la nave, pude ver, además, como algunos de los tuyos salvaban a mis congéneres, al igual que hiciste tú. ¿Por qué salvar antes a un humano, que a uno de vosotros?

            —Déjame en paz —se dio la vuelta y se sumió en un mutismo durante gran parte del día.

 

            En la tarde, unas oscuras nubes aparecieron por el oeste, y poco a poco avanzaban hacia nuestra posición. Con ellas llegó un viento húmedo, que provocaba pequeños remolinos de arena en la plaza. Había cierta agitación en el poblado. Por todas partes corrían estos peludos y grandes seres, portando grandes lonas de piel. Desde la celda, observé que levantaban una rudimentaria carpa, utilizando largos postes a los que previamente habían unido los toldos. Supuse que estaban siendo previsores, por si las nubes finalmente descargaban lluvia. Esperaba que al menos una de las lonas fuese para tapar la jaula, pues como se pusiera a llover, quedaríamos completamente empapados. Pero no fue así, a estos primitivos seres, les daba completamente igual nuestra situación. No nos dieron nada de comer, y cuando empezó a anochecer, nos acercaron un cubo con aquella agua mugrienta. No me lo pensé y me puse a saciar mi sed. El Orlok continuaba sin hablar, sentado con la espalda apoyada en los barrotes de la parte trasera de la jaula.

            —Bebe un poco, —le acerqué un pequeño cuenco con agua— te sentará bien.

            De mala gana, el extraterrestre aceptó el ofrecimiento.

            —¿Qué crees que nos ocurrirá? —Preguntó.

            —No lo sé, aunque dudo que nos dejen libres, al menos por el momento.

            —No puedo comunicarme con ellos, y eso me hace sentir... fracasado, como diríais los humanos.

            —No he visto que conversen entre ellos.

            —Por eso, son tan primitivos, que aún no tienen un lenguaje. Su comunicación es a base de gruñidos.

            —Tengamos paciencia. Puede que, más adelante, tengamos alguna oportunidad de escapar —comenté.

            Esas fueron las últimas palabras que crucé con el Orlok antes de echarme a dormir.

 

            Al día siguiente, el día amaneció con un cielo sucio y gris. Al menos el viento había cesado, y por fortuna, finalmente no llovió. De nuevo hubo agitación en el poblado. Retiraron la improvisada carpa, permitiendo que el humo retornase a su forma habitual de columna. El aire estaba impregnado con la fragancia de la madera quemada. Mi compañero de celda no tardó en despertar. Supongo que el cautiverio favorece el insomnio. Estaba muy nervioso, pues estaba sudando. Todo él estaba cubierto por una pátina de color naranja brillante, y despedía un olor realmente apestoso. Debía ser la última hora de la mañana, cuando en la puerta aparecieron cuatro de estos seres. Abrieron y nos ataron de pies y manos. Una cuerda ceñida al cuello, servía para hacernos avanzar. Caminamos entre chozas y lo que parecían pequeños almacenes, y llegamos al centro del poblado. El Orlok se dio la vuelta e inútilmente trató de echar a correr. El gran peludo se limitó a dar un fuerte tirón de la cuerda, y mi compañero cayó estrepitosamente de espadas. Yo todavía estaba demasiado impactado como para hacer algo. En el centro de la plaza, había dos braseros enormes, y por fin, quedaron despejadas las intenciones de estos primarios humanoides. Nos ataron a un poste y nos pusieron encima de estos hornillos.

            De inmediato, empecé a sentir como el calor me iba abrasando la espalda. Me giré para observar la cara de horror del Orlok.

            —¡Eh! —Le grité para llamar su atención—. Ahora que nuestro destino está fijado, y además, lo vamos a compartir, contéstame: ¿Por qué me salvaste en la nave? Alguna razón habría para que salvaseis a humanos en vez de a los de vuestra especie.

            —Despensa.

            —¿Cómo dices? —No entendí muy bien.

            —Comida. Eras mi despensa.

            —Pero...

            —Nosotros no necesitamos mano de obra. Lo único que escasea en nuestro planeta, es la comida: sois nuestro alimento.

            Dicho esto, empezó a gritar de forma horrible, pues las brasas ya le estaban quemando la espalda. Al escuchar los alaridos, uno de los primitivos se acercó a él, y con un rudimentario garrote, le golpeó fuertemente en la cabeza. Desconozco si lo mató, o si solo le dejó sin sentido. Sea como fuere, al cabo de poco tiempo, fui yo el que empezó a quemarse. Noté que mis ligaduras me permitían cierto movimiento. Miré a mi alrededor, y nadie me prestaba atención. Así, que comprobé hasta donde podía moverme, conteniendo el dolor palpitante de la espalda. Agarré el poste horizontal con las manos, y con un brusco movimiento rotando todo mi cuerpo, conseguí sacarlo de los palos que lo sostenían, cayendo de lado en las brasas. No solo me quemé al instante, también las cuerdas ardieron y me permitieron liberarme. Eché a correr como jamás lo había hecho, sin prestar atención alguna al dolor de las plantas de los pies, que estaban llenos de ampollas, al igual que buena parte de mi costado derecho. Ya tendría tiempo de curarlas, si conseguía salir con vida. Me faltaban cincuenta metros para salir del poblado y adentrarme en el bosque, cuando escuché una algarabía de gruñidos detrás de mí. No me giré y seguí corriendo tratando de poner la mayor distancia posible entre mis perseguidores. Estaba a punto de llegar al bosque cuando apareció en el cielo una lanzadera Orlok. De inmediato se pusieron a disparar contra los seres primitivos, que no tuvieron ninguna oportunidad. Fue una auténtica carnicería. Una vez despejaron el campamento, la lanzadera se posó con suavidad, levantando una leve polvareda. Supuse que la armadura de combate tenía algún tipo de localizador.

 

 

            En décimas de segundo debía tomar una decisión: huir adentrándome en el bosque, sin saber si sería capaz de sobrevivir en este mundo alienígena, o someterme de nuevo al cautiverio, sabiendo cuál sería el destino que me esperaba, y no era otro que el mismo del cual acababa de escapar. Varios Orloks saltaban ya a tierra, con sus armas preparadas. Me di la vuelta y en el momento en el que eché a correr, sentí un fuerte latigazo en mi maltratada espalda, que me hizo caer de bruces. Traté de levantarme, pero mi cuerpo no respondía a las órdenes que le enviaba mi cerebro. Un Orlok me levantó y desconectó el lazo paralizante, con el que había frustrado mi escapada. Me puso unas esposas de energía, y mientras que un compañero suyo, rescataba el cadáver de mi camarada de confinamiento, me subió a la lanzadera.

 

            He perdido algo más que la noción del tiempo. Me he negado a comer nada, y debo haber bajado más de quince kilos. Si van a darse un banquete conmigo, espero que, para entonces, solo sea piel y huesos. 



                                                                    FIN





            La comida sirve para suministrar la energía necesaria a las células del cuerpo y ejercer las funciones de materia prima para el crecimiento, la restauración y el mantenimiento de los tejidos y órganos vitales. Y así será para cualquier tipo de vida que podamos encontrar fuera de nuestro planeta. Será curioso saber, qué es lo que comen otros seres no terrestres. De hecho, estoy seguro de que, para los científicos, será una de sus prioridades. ¿Se alimentarán de hidrocarburos? ¿De otros seres? ¿O tal vez de gases? En 2004, National Geographic entrevistó al físico Stephen Hawking, el cual dijo que un posible contacto con alienígenas "sería un desastre". ¿Y si nos viesen como comida?

 

jueves, 6 de octubre de 2022

La casa invisible (Relato)

            



            Hace muchos, muchos años, tuve la mala costumbre de querer resguardarme bajo un techo propio. Todas mis amistades así vivían, y yo era el único que, al parecer, no sentaba la cabeza, aunque después del paso del tiempo y sobre todo, de los acontecimientos, creo sinceramente que, en realidad, era el único que aún gozaba algo de libertad.

 

       Tuve que volar y dejar atrás el nido, porque en ocasiones, si uno abusa demasiado de las circunstancias, un polluelo puede transformarse en un parásito y no en un ave de provecho. Yo quise ser halcón y no un cuco, así que dirigí mi vuelo hacia una oficina de bienes raíces; pero no una cualquiera, esta debía llamarme la atención por algún detalle especial, tenía que guiarme por el radar invisible de la intuición. Y después de mucho vuelo, aterricé en una que ya nunca olvidaré.

 

        Era una oficina pequeñita, encajonada entre dos grandes y anodinos edificios. Para poder entrar, tenías que subir cuatro pequeños escalones flanqueados por enormes jardineras, con unas maravillosas hortensias en flor a pesar de estar a principios de mayo. Regentaba la oficina una mujer alta, generosa en curvas, con un cabello liso, muy bonito, de color castaño. Simpática y amable, nunca imaginé que debajo de esa amigable fachada se escondía una auténtica bruja, de las de verruga y caldero. Sí, debo confesar que me hechizó y no supe reaccionar a tiempo. Ahora lo sé, no fue su físico ni su carácter, sino un sortilegio hecho con la fuerza de las palabras; VARIABLE, IRPH, CARENCIA Y CAPITAL, AVAL Y AMORTIZACIÓN...; palabras que aún hoy me cuesta repetir, pero hago el esfuerzo por si algún día alguien lee este manuscrito, y tal vez esté a tiempo de sortearlas. Salí de ahí con la promesa y la felicidad de quien ya se cree un próspero adulto propietario de una casa.

 

       Durante una semana o quizás algo más, estuve visitando hogares en venta. Tal vez ahí debería haberme dado cuenta de que algo no iba bien. No eran viviendas soleadas rodeadas de verdor, ni tampoco bonitos edificios de algún estilo clásico. En ocasiones, para acceder a alguna de ellas, uno tenía que subir por oscuras escaleras; también la situación de la mayoría estaba demasiado apartada del núcleo urbano y del movimiento de la vida mundana, con demasiada poca iluminación en los alrededores, y tal vez en un destello de claridad mental, no me decidí por ninguna. Pero recuerdo muy bien cuando vi mi futura casa.

 

     Había anochecido ya, y caminando me llevaron desde la oficina de bienes raíces hasta un barrio multicultural y cosmopolita. Era un edificio de siete pisos, con estrechos balcones llenos de flores y banderas ondeando al viento nocturno. Una puerta de hierro y cristal se abría hacia un hall de estilo antiguo con dos escaleras, una cercana a la entrada y la otra un poquito más oscura situada al final, y hacia allí nos dirigimos el visitador y yo para subir al primer piso. Recuerdo asombrarme un poco, de la diferencia de estilo entre el exterior y el interior del piso -que según me comentaron, estaba recién reformado-, y la verdad es que me gustó mucho. El hechizo desde luego era muy potente, y así como en otra ocasión tuve un pequeño destello de realidad, aquí no se dio este fenómeno, y no pude ver ninguna característica negativa. Fue mucho más tarde cuando pude ver que no eran flores ni banderas, sino trastos y ropa tendida.

 

       Pero al cabo de poco la bruja y yo firmamos un pacto y gracias a mis progenitores que me apoyaron con su propio nido, me convertí en el propietario de cincuenta y cinco metros cuadrados de hogar. Durante cuarenta años debería abonar al superior de la bruja, -un demonio pecuniario llamado Ucifer-, una pequeña suma cada treinta días. Más tarde ese pacto se convirtió en terror, y casi me cuesta la vida.

 

       ¡Oh! ¡Pero qué tiempos más felices viví! Sacando genio, fuerza y habilidades de donde no sabía que las tenía, realicé algunos arreglos en la casa. Tenía tres habitaciones, un comedor, una cocina y un pequeño baño. Pinté dos habitaciones con colores especiales; una verde con salpicaduras de otros tonos de verde y blanco, otra de color mostaza con trazos rojizos, el comedor azul claro con salpicaduras verdes y azul marino, y dejé en blanco la habitación destinada a tender la colada, por asociación con la limpieza. Cambié las lámparas del comedor y de mi habitación. Vaya un electricista con pánico a la electricidad estaba hecho, pero era tan feliz que era capaz de superar mis miedos. Me deshice de una mesa de cristal enorme que ocupaba la mayor parte del comedor, y que a mi parecer estorbaba más que otra cosa. Era una mesa curiosa, pues la base era una escultura en negro de una mujer desnuda que con la cabeza y las rodillas sostenía el cristal. Solo cuando me dediqué a limpiar y desinfectar el baño concienzudamente -porque tengo mis propias manías-, me di cuenta de que no estaba solo.

 

       Indestructibles, veloces y marrones eran mis acompañantes. No sé si fue cosa de que el hechizo empezaba a perder su poder y su influjo sobre mí, pero los días siguientes me abofetearon con la realidad del desastre anunciado, de la profecía no pronunciada en voz alta, y que, sin embargo, me apuñalaba el corazón en cada palpitar. En la noche, si tenía que ir al baño o a tomar un vaso de agua a la cocina, inconscientemente buscaba con la mirada, como si fuese un sapo hambriento, a las malditas cucarachas. Y no tenía que buscar mucho, pues casi siempre encontraba alguna, y solo los dioses saben, que moría un poco por dentro, cada vez que aplastaba a una de ellas, del asco infinito que me producía.

 

       Solo una vez miré por una ventana de casa. Daba a una isla interior en forma de cuadrado, como el patio de una cárcel, formado por grandes edificios viejos y decrépitos. La maleza y las malas hierbas crecían sin control alguno y pensé -menudas vistas más feas, pero aún veo algo verde, aunque sean malas hierbas-, cuando de una zona arenosa libre de vegetación, salieron siete u ocho ratas, grandes como gatos. Nunca más volví a asomarme por ninguna ventana de la casa.

 

            Y transcurrían los días con cierta normalidad, yendo del trabajo hasta el hogar, sintiéndome seguro entre las cuatro paredes de la casa, a pesar de todo. Intenté ver la parte positiva de las cosas, ver un poco más el lado bonito de la vida. Tal vez no vivía en un barrio muy encantador, pero sí era cómodo vivir allí. Tenía todo tipo de comercios a un paso, podía comprar desde flores hasta zapatos, miel o incluso trajes: de todo podía encontrar cerca de casa, y decidí que era un buen sitio donde vivir, a pesar del aspecto gris de los edificios y de la suciedad de las calles. En esas cavilaciones andaba yo mientras regresaba del trabajo cuando llevaba quince días viviendo en mi nuevo hogar, y ocurrió que, llegando a la puerta de mi edificio, vi una gran congregación de personas. Como no conocía a nadie, me fui abriendo paso entre la gente para ver qué era lo que ocurría, y lo vi. En la acera yacía el cuerpo de un hombre de unos cincuenta años, que parecía dormir un sueño profundo, de no ser por el gran charco púrpura que se extendía como si fuese un cojín bajo su cabeza, salpicado con restos gelatinosos de un color grisáceo. Horrorizado, retrocedí, y fue entonces cuando entre el sonido de una sirena que se acercaba pude oír a alguien que decía -ha saltado desde el sexto piso-. Un triste Ícaro que nunca tuvo alas, ni intención de tenerlas. El hechizo de la bruja terminó por deshacerse, pero en ese momento, empezó la maldición, que tardaría mil cien días en manifestarse.

 

       Tres años después, en una soleada mañana, recibí una carta con un extraño símbolo. La abrí y era la copia del contrato que en su día firmé con la bruja, pero con una hoja extra con un extraño encabezado que decía “REVISIÓN TRIENAL DE SU ENDEUDAMIENTO”, y entre muchas palabras sin sentido para mí y que no era capaz de entender, pude descubrir el asunto de tan extraña misiva: ahora tendría que pagar mensualmente una cantidad que duplicaba la acordada en un principio. Al parecer, mediante engaños y argucias y entre la multitud de párrafos del pacto firmado, había una cláusula que permitía a Ucifer subir el importe a los tres años. Qué terrible situación, pues con mi humilde trabajo no sería posible para mí tal desembolso. Si no hacía frente a estos pagos, me quitarían mi casa, y lo que es peor, privarían a mis padres del nido que habían construido y protegido durante toda su vida; aquellos que me dieron la vida, iban a quedarse sin un techo donde cobijarse. Dos personas ancianas malviviendo en la calle y sin tener recursos para intentar habitar otro espacio. Y todo por el pacto infame que firmé bajo el hechizo de la maldita bruja. Todo por mi culpa, por mis ansias de volar. Esa misma tarde acudí sin demora a la oficina de bienes raíces, a visitar a la bruja y pedirle explicaciones por semejante engaño. Cuando llegué pude ver con horror, como ya no existía ninguna oficina. En lugar del cartel solo había una mancha; cualquier persona que pasease por allí, solo vería una oscura sombra que recordaba que algún día en ese preciso espacio hubo algo, y desgraciadamente, yo sabía el qué. Me sentí más solo y abandonado que nunca.

 

       Fueron tiempos muy duros y difíciles. Tuve que alimentarme con sopas de hortalizas, verduras y algo de pan, prácticamente nunca podía comer carne y mucho menos pescado. Algo tan simple como comprarme unos pantalones pasó a ser un lujo inalcanzable. Recuerdo caer enfermo y no poder costearme ni el remedio que una maga me recetó. A veces entraba en alguna taberna con mi morral y pedía un café, así podía ir a las letrinas sin levantar sospechas y robar las hojas de limpieza que solían estar formando un pequeño rollo. De mi trabajo robaba el jabón necesario para mi higiene personal. Cada noche al acostarme me acordaba de aquel triste Ícaro, y pensaba que ahora ya comprendía por qué voló sin querer unas alas; yo también empezaba a pensar que la solución a todos mis problemas podía empezar abriendo la ventana, no para recibir una fresca brisa, sino para lanzarme al vacío, pues entre todas las cláusulas del contrato, una cancelaba la deuda con mi fallecimiento.  Y así, malviviendo y soñando con la muerte, pasé varios años de mi vida, entre hambre y lágrimas de cobardía por no poder poner fin a mi existencia.

 

       Dicen que Dios aprieta, pero no ahoga. Será por eso que, en el peor momento de mi vida, cuando más desesperado estaba, puso a un ángel en mi camino. Quién me iba a decir, que justo en la puerta de al lado, pared con pared en mi habitación, ahí vivía el ángel que me iba a ayudar a encontrar, por fin, el camino hacia la salvación. Cuantos “buenos días” o “buenas tardes” habría intercambiado con ella sin saber lo mucho que iba a cambiar mi vida. Empezó con una conversación trivial, con un -¿qué tal estás vecino?-, a lo que le respondí -pues la verdad vecina, es que no muy bien. Todo cuanto gano es para pagar al demonio Ucifer, y apenas me queda nada para subsistir-. Y fue en ese preciso instante, que se dio una de las conversaciones más importantes de mi vida.

 

       -Yo estuve igual que tú, hace un tiempo. Es tremendamente injusto-. Me dijo mi ángel con su exótico acento, pues provenía de un país lejano.

       -Pues sí, pero no sé qué hacer. Solo vivo para pagarle cada mes y evitar así caer aún más en desgracia-.  Le contesté aguantándome las lágrimas, pues no quería mostrar lo realmente vulnerable que era.

       Me sonrió y me dijo algo que, por un momento, paró el tiempo y el espacio para mí: -No estás solo en esto, te voy a presentar a más gente en tu situación. Se está creando un grupo para luchar contra el demonio pecuniario. ¿Te gustaría formar parte? - Y mirándome a los ojos comprendió, que no necesitaba escuchar mi respuesta. Un brillo que hasta ahora no existía iluminaba mi mirada, y mis labios apretados se tornaron en una sonrisa, algo que llevaba mucho tiempo sin ocurrir. Aquella mujer que para muchos era una simple extranjera, fue mi ángel salvador. Y así fue, como me incorporé al Grupo Repercutido Empréstito, más conocido como G.R.E., un grupo de hombres y mujeres venidos de varias partes del planeta con un mismo objetivo común: derrotar al demonio.

 

       Fueron años de investigaciones, de preparar planes y sobre todo, de crecer como grupo. Durante este tiempo, mi situación era la misma en realidad, pero yo no era el mismo, pues tenía algo por lo que luchar. El fuego de la ira me consumía por dentro, pero supe canalizarlo de la mejor forma posible: luchar contra el demonio ayudando a los demás. Por todas partes aparecía gente víctima de contratos abusivos, de engaños y encantamientos. Familias enteras acudían a nuestro G.R.E. en busca de ayuda, y nosotros se la brindábamos desinteresadamente. Después de mucho tiempo, finalizamos la estrategia para enfrentarnos por fin al gran Ucifer, y así se lo hice saber a mi ángel, que, aunque aún no lo he dicho, se llamaba Lucía Isabellina. Y se alegró por mí, y por tanta gente que se quedó en el camino. Conocimos en este tiempo muchas aves con las alas rotas tratando de volar, estrellándose contra el suelo y dejando de ser por siempre jamás. Ella me abrazó y me dijo al oído unas palabras para que, llegado el momento, las pronunciara en voz alta, sin titubear y con toda la convicción posible.

 

      Dentro del entramado de entidades mediante las cuales, Ucifer explotaba nuestras vidas, localizamos un punto débil: una pequeña oficina situada estratégicamente entre dos grandes vías de comunicación, rodeada de parques y jardines, apenas a doscientos metros de la torre desde donde el infame Ucifer operaba con crueldad. Nos resultaba imposible acceder a la gran sede, pues grandes puertas de acero y cristal de varios centímetros de grosor, franqueaban el paso a cualquiera que no estuviese identificado con la marca del demonio. Pero esa pequeña oficina que pasaba completamente desapercibida, carecía de tales sistemas de seguridad. A través del boca a boca nos fuimos coordinando -ahora creo que esto en sí mismo ya fue una proeza-, cerca de doscientas cincuenta personas, todas integrantes del Grupo Repercutido Empréstito, y dispuestas a luchar hasta el fin, pues sentíamos que ya no teníamos mucho más que perder.

 

       Empezamos a entrar en la oficina de forma escalonada, haciéndonos pasar por clientes interesados en sus productos financieros. Medio centenar de nosotros nos encontrábamos ya en el interior. Mientras nos poníamos los uniformes verdes de combate, diez de nuestros mejores comandos bloquearon las puertas de la entrada. El resto que aparentaba pasear por ahí, como una mañana de viernes cualquiera, entró en tromba en la oficina, ganando la posición al asalto y tomando como rehenes a los secuaces de Ucifer. No tardaron en llegar los Siervos de Escuadrilla, un grupo militar cuya función era defender los intereses del demonio. Integrado por hombres y mujeres que no aceptaban vivir por sí mismos, no eran capaces de tomar las riendas de su vida, y preferían que fuese el demonio quién tomase las decisiones por ellos, pues les resultaba más cómodo limitarse a obedecer sin pensar nada más. Intentaron sacarnos de ahí mediante la fuerza, arrastrándonos por el suelo, amenazándonos con tomar duras represalias. Yo imaginaba a Ucifer mirándonos con arrogancia desde la altura de su oficina, sonriendo para sus adentros, creyendo en la victoria de esta batalla. Pero no contaba -y supongo que nosotros tampoco-, con la solidaridad de la gente de a pie.

 

 

       Empezaron a congregarse primero cuatro o cinco personas, luego ya varios centenares eran los que increpaban a los Siervos de Escuadrilla, impidiéndoles acercarse a la entrada de la oficina. Fue una buena posición de fuerza a nuestro favor que no desaprovechamos, reclamando una negociación para encontrar una salida a esta guerra, que de un principio dimos por perdida y que, sin embargo, teníamos la oportunidad de salir victoriosos de la batalla, aunque no de la guerra. Debido al clamor popular, al diablo no le quedó más remedio que aceptar. Un grupo reducido, compuesto por tres hombres y tres mujeres, fue el encargado de subir hasta el último piso, donde se encontraba el mismísimo Ucifer. Siempre agradeceré la confianza que depositaron mis compañeros en mí, pues encabecé el grupo y sin titubear crucé las enormes puertas del edificio. Tres esbirros aparecieron prestos a interceptarnos, agarrando a dos de los nuestros, pero en un rápido movimiento salté por encima de los parapetos que tenían preparados para encaminarme velozmente hacia las escaleras de caracol que, sin ningún tipo de duda, deberían terminar en la cámara donde se hallaba Ucifer. A mitad de camino, apareció un Siervo de Escuadrilla armado con una porra. Trató sin éxito de impedir nuestro ascenso, gracias a la rapidez de mis reflejos y a la fuerza de un compañero, que pudo empujarlo hacia las escaleras, quedando el combatiente encajonado entre la pared y la barandilla, gracias al grosor de las protecciones de su armadura, en una postura poco digna pero realmente graciosa. Y seguimos subiendo, hasta llegar a las puertas de la cámara donde me iba a encontrar cara a cara con Ucifer.

 

       Unas colosales puertas dobles de hierro, dominaban la última planta. Jamás había visto nada igual, no en vano eran las puertas del infierno. Dos columnas esculpidas con unas figuras tremendamente realistas de hombres y mujeres ardiendo en el averno, tratando de escapar del tormento, con los rostros desencajados por la agonía del dolor, enmarcaban las hojas de las puertas. Estas tenían la misma decoración, llegando a ser aún más diabólicas, pues además de los hombres y mujeres que trataban de escapar de las llamas, también pudimos ver entre las llamas esculpidas a bebés con sus pequeños rostros incapaces de entender el porqué de tanto dolor. En la parte de arriba, figuras de hombres se lanzaban al vacío hacia las llamas, abrazándose así a un fatal destino sin ningún tipo de esperanza. Una rabia terrible brotó de dentro de mí, y con una patada abrí de par en par las puertas del infierno.

 

       Allí nos esperaba Ucifer y lejos de parecer una criatura realmente salida del infierno, parecía un tipo común y corriente. Vestía un traje claro, con una camisa azul celeste a finas rayas y corbata lisa azul marino, con una fina línea roja apenas perceptible en forma de U.  Alto y delgado, tenía unos rasgos faciales completamente anodinos. Era de rostro continuado, pues era difícil ver dónde terminaba la frente debido a la considerable calvicie que mostraba, con apenas cabello en los costados, rodeando unas orejas bastante prominentes. Una gran sonrisa de autosuficiencia nos mostraba unos dientes amarillos e insanos, que rápidamente me produjeron unas arcadas, que no tuve más remedio que contener. Di siete pasos, dispuesto a enfrentarme a él. Cuando apenas lo tuve al alcance de mis puños, con un rápido gesto que provocó un gélido aire a mi alrededor, me enfrentó sosteniendo el pacto firmado tantos años atrás. No era un papel liso lleno de tinta formando palabras, sino un viejo y arrugado pergamino, escrito en sangre y manchado por miles de lágrimas que había derramado yo, durante tanto tiempo. Mirándome con desprecio y como escupiendo cada palabra, salivando salvajemente, me dijo: -¿Es esta tu firma?- Y me encontré desarmado, pues de mi puño y letra aparecía mi nombre. -¡Tú firmaste esto voluntariamente! ¿Acaso te creíste bajo un embrujo o hechizo? Eso nunca sucedió-. Yo empecé a marearme. ¿Pero qué estaba diciendo? Y siguió: -Tú viste solo lo que querías ver. Los seres humanos sois tan estúpidos que no nos hace falta ningún sortilegio para engañaros. Vosotros mismos venís como corderos a sacrificaros-, me gritó. Me empezaron a fallar las piernas y me agarré al escritorio que nos separaba, para no caerme. Y comenzó a reírse y su risa se hizo trueno. Caí de rodillas y miré hacia atrás, a mis compañeros. Vi el abatimiento en sus ojos, la renuncia a la lucha se abría paso en sus corazones. Y me acordé de aquel Ícaro muerto por saltar al vacío. Me puse en pie y grité con toda la fuerza de mis pulmones las dos frases que mi ángel me susurrara unas semanas antes: -¡IGNIS INFERNIS COLLECTA PECUNIA! ¡PECUNIARIA ET URERE INFERNUM DEMERGIS!- Al principio no ocurrió nada, pero en la mirada sorprendida de Ucifer, noté que alguna cosa iba a pasar. Nuca supe de dónde procedió, pero un rayo alcanzó al demonio en la mitad de la frente. Inmediatamente, un olor nauseabundo, mezcla de carne quemada y alcantarilla, llenó la instancia. Y empezó a disolverse en un humo negro, empezando desde los pies hacia la cabeza. Cuando ya habían desaparecido las extremidades inferiores y su torso empezaba a desaparecer, me señaló con un dedo y me gritó: -Quedan saldadas las deudas, pero tú nunca volverás a ver tu casa-. Y terminó de desaparecer.

 

 

       Fuimos recibidos con aplausos. Creo que nunca sentí tanta vergüenza como aquel día, pues nunca había sido el centro de atención, y me sentía un poco sobrepasado por los acontecimientos. Liberamos a los esbirros y poco a poco, los Siervos de Escuadrilla fueron abandonando el lugar. Nos juntamos unos cuantos, y fuimos a tomar cerveza a una taberna cercana, riendo y estrechando aún más, los vínculos de amistad y camaradería que nos unían. Esa tarde, otro ángel llegó a mi vida: una compañera de lucha con la que tuve ocasión de trabajar en los preparativos de la batalla, pero no para prepararme para un incierto destino, sino para quedarse junto a mí, y compartir la vida con los lazos del amor.

 

       Han pasado ya muchos años, y sigo estando seguro de que en realidad el demonio pecuniario sigue vivo, transformado en otro ser para pasar desapercibido, haciendo de las suyas.  El G.R.E. apenas tiene ya algún que otro seguidor, y ya no es noticia ni tiene apenas repercusión entre la gente de este reino. Yo continúo con mi guerrera, pues el amor nunca nos ha dejado de lado, y juntos superamos las dificultades del día a día, sin olvidar el pasado, aunque recordándolo cada vez menos. Ah, ¿os preguntáis qué fue de mi casa? Después de las celebraciones regresé a la mañana siguiente, de la mano de mi amor. Y aunque ella me juraba y perjuraba que el edificio estaba ahí, yo no podía verlo. Podía sentirlo con las manos, lo tocaba y ahí estaba, pero mis ojos no lo percibían. Solo veía una especie de velo hecho de nubes negras que no dejaban de moverse y que al abrirse en un pequeño claro, dejaban ver una U de color rojo. 

 

 

                                                   FIN

 

 

       Es bien diferente escribir sobre la vida de uno mismo, tal vez sea más sencillo pues no se tiene que inventar mucho, tan solo adornar los acontecimientos. No esperaba llenar seis páginas con un relato, pero este ha ido brotando apenas sin descanso. Solo hay alguna pequeña licencia que me he tomado que no es fiel a la realidad, la toma de rehenes nunca pasó. Lo demás, mejor o peor narrado, fueron hechos que sí tuve que vivir en primera persona. Y aunque aquí he tenido que omitir alguna que otra cosa, esta realidad la sufrí durante casi diez años.

 

        Tal vez no le interese a nadie, pero debo decir dos cosas. Una es, que el cuco es un ave parasitaria: pone los huevos en nidos ajenos. La otra es que UCI existe. Es una entidad de crédito sin escrúpulos propiedad a partes iguales del Banco de Santander (Satander para los que lo tuvimos que sufrir) y del banco francés BNP PARIBAS, cuyas prácticas aquí están completamente permitidas, mientras que en Estados Unidos no solo están prohibidas, sino que los máximos promotores de estas, están todos encarcelados.

        https://es.wikipedia.org/wiki/Crisis_de_las_hipotecas_subprime

        NOTICIA DEL 13 JUNIO 2021

        https://elpais.com/economia/2021-06-13/atrapadas-en-una-hipoteca-sin-fin.html


martes, 4 de octubre de 2022

Matris Clamoris (Mini relato)

 



Era tal la angustia que, a ratos, le faltaba la respiración. No volverla a ver, no hacía más que aumentar su padecimiento. Ella, siempre tan confiada en los demás, en la bondad del ser humano; y él, invariablemente tan estricto, tan receloso de cuantos le rodeaban. La desesperación de querer gritar, para ya nunca parar de hacerlo, le nacía del corazón, pero debía mantenerse serena, o eso le decían. «Tienes que ser fuerte», era el mantra que le recitaban sus seres queridos. Y ella, se sabía muerta en vida de dolor. Jamás el horror le iba a abandonar, más bien al contrario, se fundiría con todo su ser hasta el día de su muerte. 

 

Le decían que, con el paso del tiempo, podría poner paz en su corazón. Verla una última vez, podría significar el tránsito del infierno hacia el purgatorio. Era tal la tribulación, que se le antojaba como subir al Everest sin cuerdas ni ropa de abrigo. Tenía claro que no lo conseguiría sin que su alma zozobrara por semejante padecimiento: después de tanta tortura, iba a encaminarse rota en mil pedazos, a cruzar en silencio los confines de su cordura.

-Pase. ¿Está preparada para el reconocimiento? 

 

Ya nunca más fue ella.  

 

                                             FIN


    

            Este mini relato lo escribí durante un curso de escritura. En el ejercicio, se debía escribir un "espacio frontera" con un campo semántico. Cruzar una puerta, es algo normal. Pero una vez entras, cuando algo cambia en ti para siempre, esa puerta se convierte en un espacio frontera. 

             Desgraciadamente, la violencia de género es una lacra costosa de erradicar. Y lo que es peor, esta violencia se da cada vez a edades más tempranas. Por eso quise escribir este espacio frontera. Pensé en esas madres, que pierden a sus hijas, asesinadas por sus parejas, siendo casi unas niñas. El dolor debe ser terrible. No hay justicia humana que pueda reparar semejante desgarro en el alma. Falta mucha educación y sobran populismos fascistoides, negacionistas de esta clase de violencia, que sufren, cada día, millones de mujeres. 

lunes, 3 de octubre de 2022

El barrizal (Relato)

 


Hace tiempo que llueve. Cuesta recordar cuándo fue la última vez que el Sol brilló durante largas horas, con sus cálidos rayos acariciando las copas de los árboles, dando a la tierra un aspecto de firmeza. El pueblo, como si fuese un mero espectador o convidado de piedra, mira al cielo con resignación. Sus calles, arterias que nacen en la plaza mayor van llevando el agua a todos los rincones, con el lento palpitar del paso del tiempo.  La gentes van y vienen para hacer sus quehaceres, pero no para recorrer las calles por el mero gusto de andar, de pasear y sentir una brisa fresca en el rostro. Ya en las afueras, y lejos del pavimento empedrado que rodea el corazón del pueblo, las calles son un barrizal. Aquí ya no hay gente, es imposible caminar. El lodazal impide el tránsito de personas y animales, y no deja de llover. Como si fuese la piel mustia y arrugada de un nonagenario, la ciénaga se expande hasta la entrada del pueblo. Y es justo en ese sitio exacto, donde antaño los árboles iban en formación, escoltando al camino que lleva (o aleja) del pueblo, que en ese fangal, apareció una persona marrón.

 Empezó a andar hacia el pueblo. Tenía los pies de barro, eso le permitió recorrer las calles con facilidad y no tardó en llegar al ayuntamiento. El alcalde, esférico y sonrosado, lo recibió con desconfianza, y con pocas ganas de escucharle.

-Pase usted, señor...- Y dejó la frase a medias, al observar cómo el recién llegado iba dejando huellas de barro a cada paso que daba.

-Herveo, me llamo Herveo, señor alcalde.

-Y dígame, ¿de dónde viene usted? Y, si no es indiscreción, ¿a qué ha venido usted al pueblo?

-Vengo de la montaña. Estoy aquí para decirle, que pronto naceremos. Deben marcharse de aquí-. Le dijo Herveo mirando fijamente a los ojos del intendente.

-Claro, claro. Si no le importa, señor... Herveo, estoy muy ocupado-. Y cogiendo al hombre marrón por un hombro, lo acompañó a la salida y se despidió con un “venga otro día, que hoy no tengo tiempo”.

 Herveo desapareció sin más. Incluso el alcalde llegó a pensar que, tal vez, fue un sueño o una ilusión. Pero desde ese día, nacían unas extrañas plantas marrones en el barro. El tallo era largo y estrecho, y la flor, si es que podía llamarse así, era como una estrella de cuatro puntas, puntiagudas y afiladas. Al principio nadie se preocupó por ellas, más allá de pensar que, serían malas hierbas, y de extrañarse de que algo creciera en los lodazales de las afueras. Pero ocurrió que un día, una de estas plantas brotó de la noche a la mañana, entre dos piedras de la pavimentada plaza mayor. Un funcionario del ayuntamiento la arrancó sin miramientos. A la mañana siguiente, tres plantas habían brotado en la plaza y de nuevo, el funcionario se encargó de ellas, de la misma forma. Esa noche, el alcalde se fue a dormir inquieto, y no pudo descansar. Recordó la extraña visita y tuvo un mal presentimiento. Recordó su breve encuentro y el extraño aviso de este: “Pronto naceremos”. A la mañana siguiente todo el mundo se congregó en la plaza, pero sin poder acceder a ella: estaba completamente llena de esas extrañas plantas marrones nacidas del barro, y que ahora también eran capaces de brotar entre los adoquines. No cabía un alfiler en la plaza. Eliminar las plantas no parecía una tarea fácil, y peor aún, ¿qué ocurriría después? De nuevo el alcalde pensó en la extraña petición. ¿Y qué tenía él que ver con ese asunto? 

 

Antes de que llegaran las lluvias, el pueblo vivía en una bucólica situación. Grandes arboledas lo rodeaban exceptuando algunos campos de cultivo. El bosque, en su sabiduría, parecía respetar los límites de la villa. La vida se abría camino a todas horas, y del bosque nunca dejaban de llegar los sonidos de los pájaros, del murmullo del río, y si te adentrabas en él, podías escuchar incluso el zumbido de los insectos. Todo un ecosistema en movimiento perpetuo, el círculo eterno de la vida. La gente atendía sus negocios y trabajaban al ritmo lento del devenir del tiempo. Parecía que el compás del bosque que rodeaba a la aldea, imprimiese también, la cadencia con la que las personas que lo habitaban, tuviesen que vivir. Pero no era así para todo el mundo. Había una persona en ese tiempo, que solo pensaba en desarrollar el pueblo y hablaba de progreso a todas horas, con cualquier vecino que estuviese dispuesto a escucharle. El alcalde, creía que el ritmo pausado que tenía el municipio, debía cambiar. «No sirve de nada trabajar un día para ganarte el sustento si no puedes acaparar más. Lo idóneo, es que en un futuro no tengas que trabajar, y puedas dedicarte a vivir, haciendo lo que más te plazca en todo momento», o eso pensaba él.

 Se le presentó la oportunidad cuando arribó al pueblo un rico extranjero: Woody Branches tenía por nombre, y era el dueño de una empresa maderera. «Esta es una oportunidad que el pueblo no puede ni debe perder», se dijo el alcalde. E invitó a una cerveza fresquita con unas olivas al recién llegado, y sentados al calor del sol, disfrutando del refrigerio, hablaron de lo que suelen hablar los hombres serios, o sea, de negocios.

-Pues sí, señor alcalde, creo que podemos ayudarnos mutuamente-. Le decía el extranjero.

-Dígame amigo mío, ¿qué es lo que tiene pensado para la villa? Como puede usted ver, aquí somos gente sencilla. Carecemos de las modernidades existentes en las grandes ciudades y no termino de entender, qué le podemos ofrecer.

-Oh, en realidad es bastante sencillo. Ustedes tienen algo que yo necesito: los árboles. Están rodeados de bosque y es justo lo que yo quiero, la madera. Yo mismo les proporcionaré todos los medios necesarios para su extracción y manipulación-. Y haciendo un gesto, como abarcando toda la plaza, sonriendo y mostrando un diente de oro, sentenció: Si usted está de acuerdo, hoy empezará la prosperidad en este pueblo-. Y acto seguido, se secó el sudor de la frente con un pañuelo, y dio un largo trago a su cerveza.

 El alcalde se frotó las manos pensando en el progreso del pueblo. Gracias a él, la gente iba a mejorar sus vidas. Muchos podrían dejar sus sencillos trabajos, para hacer algo mucho más rentable y mejor pagado. Así pues, con una sonrisa debajo del bigote, después de haber llegado a un acuerdo con el señor Branches, el orondo y sonrosado señor alcalde redactó un bando que decía así:

 

Se hace saber, por la presente:

 Se comunica al vecindario, que en breve vendrá a instalarse en nuestro pueblo, una empresa maderera llamada Wood&Co. Todas aquellas personas que no tengan trabajo o que quieran prosperar trabajando en el sector de la madera, acudan a apuntarse en la oficina del alcalde.  No se necesita experiencia. Es una inmejorable oportunidad que los residentes de este pueblo no pueden dejar pasar.

  Firmado: EL ALCALDE

 

Durante el día no se escuchaba otra cosa que el sonido de las sierras, y el de los árboles caer. Por la noche, el pueblo se sumía en un trance silencioso. Poco a poco, el bosque desaparecía y con ello, el pueblo se iba enriqueciendo. Qué felicidad sentía el alcalde. Se pasaba las horas haciendo planes de mejora para el municipio. Con el dinero ganado, pavimentó la plaza mayor y las calles aledañas a ella. Puso también un buen alumbrado, de hecho, el mejor alumbrado que nunca había tenido el pueblo. Tres farolas por calle y seis en la plaza mayor, hacían que la noche pudiera tornarse día, para el disfrute de sus convecinos. Aunque la verdad, es que la gente no estaba allí para divertirse o regocijarse, pues en lo único que pensaban al caer la tarde, era en el momento de poder descansar, de las arduas jornadas de trabajo. 

 El Sol seguía brillando con todo su esplendor. El cerco resultante de la tala de árboles, era más y más grande. Para ir al bosque a coger setas, o simplemente para pasear a la sombra de los robles, uno tenía que caminar cada vez más. Al principio solo eran diez minutos de marcha, lo que separaba al pueblo del bosque; luego ya fueron treinta los minutos, y finalmente cuando llegaron hasta la falda de la montaña, llevaban caminando cerca de cuatro horas. Y una vez allí, vieron que ya no había más arboleda que talar. La montaña seca y pelada se alzaba imponente frente a los trabajadores, que nunca habían pensado en algo que es inherente a la propia vida, y es que todo aquello que tiene un principio ha de tener un final. Regresaron apesadumbrados a sus casas, mientras que los capataces de la empresa empaquetaban sus cosas y se marchaban del pueblo. Esa misma noche, empezó a llover.

 

 «Todo fue por el progreso, por el bien común», se dijo el alcalde mientras contemplaba la plaza atestada por esas extrañas plantas. Con la tala masiva llegó el polvo al poblado, y con la lluvia todo se enfangó. A pesar del agua caída era imposible librarse del barro, y solo la plaza mayor y las calles aledañas lo consiguieron, gracias al empedrado, pero ahora también se antojaban impracticables. 

-Hay que quemarlas, así nos libraremos de ellas-, dijo el alcalde a sus vecinos. 

Y empezó a dar órdenes a los miembros de la brigada municipal.  Se hicieron con bidones de gasolina y empezaron a esparcirla con mucha dificultad, sufriendo cortes en sus ropas, en sus manos y piernas, por culpa de las afiladas flores. Al cabo de cuarenta minutos, dieron el trabajo por concluido. Fue el propio alcalde, quien, utilizando un mechero, prendió el fuego. Pero la lluvia hacía que las plantas estuviesen empapadas, y tan pronto como brotaron las llamas, estas se apagaron con un rumor sordo. El alcalde ciego de rabia fue hasta el cobertizo de la casa consistorial, y tomando varias azadas, las repartió entre la brigada, y se pusieron prestos a segar las plantas. Después de ser cortadas, morían marchitadas formando un charco de barro. Al cabo de un rato, la plaza mayor del pueblo volvía a estar libre de esas extrañas plantas, pero terminó convertida en un lodazal.

 Al día siguiente, ya entrada en la alborada, la lluvia se intensificó aún más. La gente del pueblo salió a mirar hacia el cielo. Sentían cierto miedo, ya que no entendían, a qué se debía este cambio en la intensidad del aguacero. El alcalde apareció en pijama a escasos metros del portal de su casa, temiendo que, al terminar con las plantas, pareciera que hubiese hecho incrementar las precipitaciones, como si uno fuese el resultado de lo otro. Se disponía a entrar de nuevo para vestirse y acudir al consistorio, cuando un leve rumor que al principio sonaba como el aleteo de una mosca se fue tornando en un chapoteo, como cuando un niño salta dentro de un charco salpicando todo a su alrededor. ¿Qué ruido era ese? Corriendo llegaba un funcionario de orden público, agitando los brazos y gritando:

-¡Están aquí! ¡Corred!

 Y cuando el alcalde se puso en su camino con intención de pedirle explicaciones, recibió un fuerte empujón que lo derribó al suelo y le hizo llenarse de barro de los pies a la cabeza. El funcionario siguió corriendo y gritando calle arriba. El alcalde, una vez se repuso del encontronazo, se limpió el rostro con la manga del pijama, y se puso a andar sin perder tiempo en dirección a la plaza mayor.

 De toda la periferia del pueblo que antaño fuera un frondoso bosque, y que a día de hoy solo era un barrizal, empezaron a nacer hombres y mujeres de barro. Pero a diferencia de Herveo, no tenían ningún rostro definido. Sus cuerpos eran masas amorfas de lodo. Se podían distinguir claramente las extremidades, los brazos y piernas de estos seres sin rostro que se acercaban al pueblo, emitiendo un sonido espantoso, húmedo y viscoso. Cientos de estos seres, ya estaban llegando a las afueras de la villa, mientras otros cientos continuaban naciendo del barro, para luego dirigirse inexorablemente hacia la población. Aun así, nadie pudo nunca imaginar, por un momento, la magnitud de la tragedia que allí iba a darse cita. Al principio la gente del pueblo se limitó a observar, no sin cierto temor, a aquellos seres hechos de tierra y agua que se les acercaban. Uno de aquellos habitantes golpeó a uno de esos hombres de barro en la cabeza, salpicando de lodo a quienes se encontraban tras ellos, pero el ser de barro no se detuvo, y abrazó al hombre hasta derribarlo y para el horror de cuantos estaban allí presenciándolo, ambos se fundieron con el barro de la calle y desaparecieron. Ahí empezó la desbandada. Hombres, mujeres y niños corrían por las calles huyendo de los seres de barro, intentando evitar ser alcanzados por estos. Pero la gente de barro tenía el pueblo completamente rodeado, y nadie tenía ninguna posibilidad de escapar de allí. Por todas partes se daban escenas dantescas, la gente sucumbía al abrazo de fango y desaparecían en un lodazal que ya imposibilitaba huir por ninguna de las avenidas. Los seres de barro empezaron entonces a entrar casa por casa para abrazar y envolver a quienes se encontraban allí, para arrastrarlos resbalando en el barro hasta la calle, donde desaparecían sin remedio, tragados por el barrizal. El alcalde, se encontraba solo, en medio de la plaza, y pronto se vio rodeado, sin posibilidad de refugio alguno, por la gente de barro.

 

Al cabo de una semana, los equipos de rescate que acudieron al lugar solamente pudieron certificar la muerte del pueblo, pues no hubo ningún superviviente. Fue tal la catástrofe, que incluso se declaró un día para conmemorar la destrucción del lugar para que nunca lo sucedido terminase en el olvido. Hubo una gran riada y eso desencadenó el horror, según cuentan algunas fuentes periodísticas. El barro anegó todo el municipio con suma facilidad, ya que no encontró, a su paso, alguna barrera natural que lo pudiese parar. La tala masiva de árboles destruyó el escudo natural del que disponía el pueblo, y los flujos de lodo y escombros arrasaron todo a su paso. Pasaron más de tres semanas cuando encontraron el cadáver del alcalde, sepultado por metro y medio de barro. Aún se apreciaba el gesto de desconcierto de su rostro, a pesar de que ya el proceso de descomposición había ganado la batalla a la conservación. Pero lo más insólito, fue que apareció agarrando con sus manos una extraña flor, en forma de estrella de cuatro puntas.

 

 

 

 

                                                            FIN


Mentiría si dijera, que este relato nace de otra cosa, que no fuese mi preocupación por el futuro. El ser humano lleva muchísimo tiempo tratando de moldear la naturaleza. Primero por necesidad, y más tarde por la simple especulación de los recursos naturales, que, por derecho, deberían pertenecernos a todos y todas por igual. Sin embargo, la realidad es bien distinta. El capitalismo salvaje nos lleva indudablemente hacia el desastre. Hemos cambiado el orden natural de la vida en el planeta. El cambio climático es ya una realidad. Grandes incendios, tormentas de mayor intensidad y frecuencia, sequías... son síntomas de que, el camino que la humanidad ha tomado hace algunos siglos, nos ha llevado a este desastre. La clase política en general, como de costumbre, se ha mostrado lenta y cobarde, a la hora de afrontar de verdad este problema.

 La ciencia ficción, ha tratado ampliamente este asunto, desde hace décadas. Ya en 1962, J. G. Ballard planteaba un futuro nada halagüeño en su novela “El mundo sumergido”, mostrando un escenario en el que la Tierra está devastada, debido al deshielo de los casquetes polares. En “Las torres del olvido” (2007), George Turner crea una ciudad abatida por las consecuencias del cambio climático. En ella, una sociedad superpoblada, donde las tres cuartas partes de la población está sin trabajo, viviendo en unos suburbios que están perdiendo terreno frente al mar, debido a las altas temperaturas y el deshielo de los polos. Otra novela que trata el cambio climático, esta vez ambientada en una futura Tailandia, es “La chica mecánica” (2009), del escritor estadounidense Paolo Bacigalupi. Aquí, además de la subida del nivel del mar, el autor nos plantea, además, el agotamiento de los combustibles fósiles. Todas estas novelas, son de lectura imprescindible. Nos muestran diversos futuros posibles, nada favorables para los seres humanos. Pero si algo nos debería hacer pensar, es que la realidad, siempre termina por superar a la ficción.